Umbral
Faltan, sobre todo, los cojones de ponerse el mundo por montera, de arrojarlo en un brindis, de arriesgarlo todo por una buena frase, de entregarse al placer del escritor y del lector de raza. Ahora sí que Cela se ha muerto del todo.
Ahora sí que se ha acabado un siglo XX español, el de las letras recias y el esplendor del genio provinciano que llega a la capital y se enseñorea, con todo derecho, de las tabernas, de las tertulias y del papel impreso. Dejaremos la crítica para los críticos. Y dejaremos el anecdotario –de las pensiones a los grandes premios, de los lupanares a la movida madrileña–, para los trescientos amigos de toda la vida que le van a salir. Dedicarle una columna a Umbral es como pintar un retrato de Goya. Una temeridad, un fracaso cantado. Pero peor habría sido hacérsela en vida o en agonía y contarse entre las aves de mal agüero o entre las carroñeras que ansían su espacio vacío.
Nada de eso importa. Es la literatura, estúpidos, que diría aquel. Quedará, por encima de todo, un despliegue de columnas. Más que el edificio, la columnata, porque los libros ya veremos. Prevalecerá la voz lúcida, bronca y quebrantadora, la sorpresa urdida en unos pocos párrafos; el columnista es un luchador con el brazo bueno atado a la espalda y el cronómetro urgiéndole a acabar cuando justo ha empezado a lucirse. Restará el misterio que llaman estilo.
Prefiero, entre todas sus piezas de periódico, las propias de un género que él había fundado y al que regresaba cuando le daba la gana, elevando a sujetos poéticos, como un dios caprichoso, a políticos, a ricachos o a folclóricas: el columnismo poético. No la prosa poética, ojo, que ya estaba fundada, sino una poesía con su metro que se ve de repente empaquetada en párrafos apresurados de poeta inevitable, arrebatos endecasílabos, rimas ocultas o evidentes. Todo dispuesto para ser devorado por el intelecto y la sensibilidad de una sola vez y sin contemplaciones. Sin guiños, sin barras, sin espacios, sin respiración.
Un siglo XX español, pertinaz, alargaba a su través un brazo incorrupto y se metía en épocas ignotas que ya no podían reconocerle porque faltan demasiadas cosas. Faltan lecturas y disposición. Faltan, sobre todo, los cojones de ponerse el mundo por montera, de arrojarlo en un brindis, de arriesgarlo todo por una buena frase, de entregarse al placer del escritor y del lector de raza. Ahora sí que Cela se ha muerto del todo.
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