La progresía cursi
Armados de un lenguaje vacío, sin apenas capacidad oratoria ni inteligencia real, consiguen tener adeptos de todas las clases (muchos analfabetos, pero también intelectuales, ricos aprovechados, artistas, farándula) explotando sin recato la cursilada
Los buenos tiempos de la izquierda se acabaron cuando la obrerada pudo poner en casa un microondas para calentarse el desayuno. Los señoritos repeinados y abusones dejaron de confiar en la sociedad moderna desde que sus colonos empezaron a comprar coches de igual potencia y televisores de no sé cuántas pulgadas. La izquierda y la derecha (ya saben: esas dos maneras que tiene el hombre, como otras muchas, de caer en la estupidez) cambiaron poco a poco el atrezzo y se fueron diluyendo en una clase media amplísima, apacentada y huera, que se convirtió como por espontaneidad en la materia prima de un buen sistema democrático. Las dos tendencias políticas de nuestra edad contemporánea han venido al final a confluir en una gruesa amalgama de burguesitos que, en los momentos de normalidad social, capitanean ciertas opciones de tono gris y gestión más o menos acertada, pero que, cuando arrecian alguna vez la trascendencia y el entusiasmo, se tornan demiurgos decididos a procurar el bien definitivo a la población, removiendo el sosiego y, en suma, haciéndonoslas pasar putas.
Los rasgos característicos de tales iluminados, que vienen a concordar con los odiados demagogos de los griegos, varían según el momento y las circunstancias. En los lugares de menos desarrollo la solución suele ser drástica y directa: un chiflado, a menudo militar o apegado a la milicia, alcanza el poder per fas aut nefas y revuelve el cotarro para el bien general y la excelencia patrimonial. En sitios de aburrida democracia la cosa se vuelve más sutil: unos cuantos empresarios influyen lo suficiente en un partido para convencer a un pobrecillo de sus dotes de estadista que, por unos u otros motivos, acaba recibiendo los votos y apoyos suficientes para ponerse a destrozarlo todo y, de paso, enriquecer a sus colegas y valedores. En ambos casos los protagonistas pueden venir de uno u otro flanco político, aunque en el asunto se verifica cierta ecuación casi inefable: a más conciencia de izquierda, más verborragia, blandura y cursilería. No falla.
Pero debe matizarse, en todo caso, el contenido de la izquierda práctica (la teórica marxista, como tesis filosófica, sigue teniendo su atractivo) de acuerdo a los distintos panoramas sociales existentes. En las dictaduras se mantiene, con variantes más parcas o de mayor sonsonete barroco, el horrendo agit-prop del estalinismo y el maoísmo (China, Cuba). En las semidemocracias, a las ambiciones totalitarias se une el descaro demagógico, amparado por lo común en una retórica de baratija que se engola a nada que tenga delante y muestre audiencia (Venezuela, Bolivia). En las democracias jóvenes, pero engreídas, la hinchazón lingüística cede terreno a la inconsistencia gramatical, y prevalecen así los usos de ciertas fórmulas huecas repetidas ad nauseam en cualquier circunstancia, junto a un apego gestual y legislativo a grupos variopintos y a menudo sometidos a marginación, desde teocracias brutales a terroristas, nacionalistas, homosexuales o feministas desatadas (España). Por último, en las democracias consolidadas suele dominar un sentido práctico que se impone sobre cualquier otra posibilidad, acompañado de una pretendida grisura expresiva y una contención vigilada (Inglaterra).
Sea como fuere, en nuestro Occidente civilizado la evolución de la izquierda tradicional ha desembocado definitivamente en progresía: un grupo heterogéneo de gente bien asentada, con suficientes y hasta sobrantes posibles, sin apenas dificultades ni compromisos reales a lo largo de su vida, que exhibe una delicadeza algodonosa por los menos favorecidos, se entusiasma con clichés lingüísticos sin apenas significado concreto (paz, libertad, amor, democracia, etc.), hace sin sonrojo bandera de la cursilería y ofrece atrevidas lecciones de civismo y praxis política confiada en una intuición perfectamente analfabeta. Si tuviéramos que personalizar la concreción humana de la postura progre, cómo no pensar en la homérica oquedad de nuestro Zapatero o, por irnos a la extranjería, en la faraónica banalidad de la Royal francesa. En ambos casos, la estrategia es más o menos idéntica: armados de un lenguaje vacío, sin apenas capacidad oratoria ni inteligencia real, consiguen tener adeptos de todas las clases (muchos analfabetos, pero también intelectuales, ricos aprovechados, artistas, farándula) explotando sin recato la blandenguería y la cursilada, fórmulas actuales de la demagogia (tan abajada anda la parroquia democrática). No hay progre, pues, que no sea pacifista, feminista, antiamericano, respetuoso del islamismo, antijudío, gustoso de homosexuales, anticatólico, partidario de la paridad sexual por ley, republicano de oídas, confiado de los nacionalismos, amante del género humano y, si se puede, cliente de restaurantes michelin, viajero de hoteles de siete estrellas y padre de hijos formados en los USA.
Quienes de vez en cuando seguimos leyendo, por entretenimiento intelectual, la literatura marxista del siglo xix, no podemos por menos que llevarnos las manos a la cabeza y sujetar mal que bien unas cuantas carcajadas de desolación: si estos profetillas de soflama imposible son el resultado real de las elucubraciones políticas y filosóficas de Carlos Marx, cuánto mejor habría sido que se hubiera dedicado a otra cosa. Cuando se escucha a Zapatero proclamar al amor, así como suena, como el más eficaz y exclusivo instrumento de la izquierda, o a su ministro Caldera decir que con la ley de paridad "ha amanecido una primavera de igualdad en España", a uno le entran ganas, como a Huysmans, de darse un tiro o tirarse al monte. Aunque también cabe la posibilidad, para quien quiera ser más útil, de buscar su rechazo con la ley. Para todo hay gustos.
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