Suicidio social
Beckett dio a entender que Rushdie había recibido el honor como representante de la comunidad musulmana. Pero no lo es. Es ex musulmán. Es un representante de la disposición de la comunidad musulmana a matarte por intentar abandonar la comunidad musulmana
Más o menos un año después de que el ayatolá Jomeini hiciera un contrato mafioso para asesinar a Salman Rushdie, el novelista participó, tras elaborados arreglos de seguridad, en un programa londinense de televisión. Su anfitrión era Melvyn Bragg, el veterano noble de la tele, y lo sorprendente fue lo rápidamente que la entrevista degeneró en el acogedor parloteo de crítico literario. Lord Bragg hizo a Rushdie retornar a sus trabajos pre-fatwa. "Tras su primer libro", se explayaba Bragg, "el cual no fue particularmente bien recibido..."
Se suponía que eso era lo peor que un novelista ha de soportar. Su libro "no fue particularmente bien recibido", es decir, algunos críticos idiotas se pusieron estupendos con él en el New Yorker y el Guardian. En el confortable mundo de las letras inglesas, fue una sorpresa descubrir que "no particularmente bien recibido" significaba que gobiernos extranjeros pusieran una recompensa por tu cabeza y que mataran a tu editor y traductores. Incluso entonces, el mundillo literario tuvo dificultades en asumirlo en su literalidad. Tras las imágenes de los informativos de musulmanes británicos incendiando el libro de Rushdie en las calles de ciudades británicas, los soporíferos críticos de la BBC deploraban en los sofás de los debates el "simbolismo" de este ataque contra "las ideas".
No había nada de simbólico en ello. Quemaban el libro porque no podían prender fuego al propio Rushdie. Si su esposa e hijo se hubieran dejado caer, les habrían prendido fuego con satisfacción, del mismo modo que les hizo felices quemar vivos a 37 turcos que habían cometido el error de encontrarse en el mismo hotel de Sivas que uno de los traductores del novelista. Cuando los musulmanes británicos llamaron a asesinar a Rushdie, hablaban en serio. Mohammed Siddiqui escribía al Independent desde una mezquita de Yorkshire para apoyar la fatwa citando los versos 33 al 34 de la quinta Sura:
La retribución de quienes hacen la guerra contra Allah y Su Mensajero e intentan sembrar la discordia en la tierra sólo será ésta: que sean ajusticiados o crucificados, o que se les corte las manos y los pies alternativos o que sean expulsados del país.
Lo último aparentemente no era una opción
Gran Bretaña entendió mal tantas cosas durante el caso Rushdie como las que entendió mal Estados Unidos durante el secuestro de la embajada iraní diez años antes. Pero ya estamos en el 2007, casi dos décadas después de que Irán reclamase soberanía sobre los ciudadanos británicos, casi tres décadas después de reclamar soberanía sobre territorio norteamericano. ¿Y qué hemos aprendido?
Me encontraba con varios parlamentarios británicos el otro día y hablábamos sobre las escenas de Islamabad, en los habituales de las algaradas "Muerte al Gran Satán" habían prendido fuego a una efigie de la Reina para protestar por el título nobiliario que había concedido a Rushdie. Dije a mis colegas londinenses que tenían que agradecerlo a los asesores de Tony Blair: ¿Qué mejor modo para que el inofensivo viejo león británico demuestre que aún es un jugador, tras las humillaciones infligidas a sus marineros por los secuestradores iraníes, que armando caballero a Salman Rushdie por sus "servicios a la literatura"? Teniendo en cuenta que su principal servicio a la literatura ha sido introducir la palabra "fatwa" en el idioma inglés, uno asumiría que algún funcionario civil británico característicamente cínico había sugerido el título como medio relativamente barato de mandar a tomar viento a los mulás.
Pero no. Parece que al Gobierno londinense de Su Majestad, las escenas de banderas británicas incendiadas en las noticias de la noche le pillaron completamente por sorpresa.
¿Será realmente cierto eso? En una respuesta típicamente incompetente, Margaret Beckett, la secretario de Exteriores, difundía una de esas circulares tipo "obviamente lamentamos si ha habido algún malentendido" en la cual lograba dar a entender que Rushdie había recibido el honor como representante de la comunidad musulmana. Pero no lo es. Es ex musulmán. Es un representante de la disposición de la comunidad musulmana a matarte por intentar abandonar la comunidad musulmana. Pero, encerrada como está en el obsoleto pensamiento único multiculti, Beckett percibió instintivamente a Rushdie como un miembro de una minoría encantadoramente exótica en lugar de como un ciudadano particular nacido libre.
Ese es el lugar desde el que partimos hace dos décadas. Deberíamos haber aprendido algo ya. En el mundo musulmán, la crítica artística puede ser fatal. En 1992, el poeta Sadiq Abd al-Karim Milalla también descubrió que su trabajo "no era particularmente bien recibido": fue decapitado por los saudíes por sugerir que Mahoma se inventó él solito el Corán. En 1998, el cantante argelino Lounès Matoub se describió a sí mismo como "ni árabe ni musulmán", y poco después no se encontró ni bien ni vivo. Ninguno de los dos era un hombre célebre. No posaron la noche de los Óscars felicitándose por "su valor" al pronunciarse en público contra el fascismo Bush-Rove. Pero si bien no podemos hacer mucho por la libertad de expresión en Irán o Arabia Saudí, al menos podríamos aportar nuestro granito de arena para evitar que los estándares irano-saudíes sigan introduciéndose en el mundo occidental. Gran parte de nuestros problemas con Irán de hoy se derivan de no haber hecho nada con nuestros problemas con Irán de ayer. Los hombres como el ayatolá Jomeini despreciaban a los nacionalistas pan-árabes como Nasser que intentaban imponer una variante local del marxismo en el mundo musulmán. Jomeini se preguntó: ¿Por qué importar las ideologías falsas de una civilización en decadencia? ¿No tiene más sentido exportar el islamismo al moribundo Occidente?
Y, para ser un tío despreciado por la mayoría de nosotros como un demente, tenía mucho sentido común. La fatwa de Rushdie estableció las normas: el bando que habla en serio es el que se va de rositas. Furiosas turbas desfilaron por Gran Bretaña pidiendo el asesinato de un ciudadano británico y, siguiendo una política basada en la sensibilidad multicultural, la policía británica se encogió de hombros y miró para otro lado. Un lector en Inglaterra recordaba una manifestación en la que preguntó a un guardia por qué "los líderes de la comunidad musulmana" no estaban siendo detenidos por incitar al asesinato. El funcionario de la policía le contestó: "Cierra la bocaza o te detengo". Los "musulmanes moderados" genuinos fueron condenados al silencio y los musulmanes pseudo-moderados triangularon con artísticas evasivas. A Sir Iqbal Sacranie, que prosperó para convertirse en el líder del lobby musulmán británico más prominente, se le pidió su opinión de la fatwa contra Rushdie y musitó: "Quizá la muerte sea demasiado fácil".
En 1989 Salman Rushdie tuvo que esconderse bajo la protección de la policía británica. Una década más tarde, a pesar de las renovaciones de la fatwa y las generosas donaciones a la recompensa por su cabeza, decidió que no quería vivir su vida de esa manera y emergió de su reclusión para llevar una vida más o menos normal. Aprendió la mayor lección de todas: lo fácil que es que te obliguen a esconderte. Eso es lo que está sucediendo en el mundo libre cada día un poco más, con cada insignificante concesión a grupos que se ofenden por todo y exigen el derecho a matarte por cada uno de las agravios. Transcurridas dos décadas, lo sucedido a Rushdie ha metastatizado, en parte a causa de la débil respuesta de aquellos primeros meses. ¿"Quizá la muerte sea demasiado fácil"? Tal vez. Pero el lento suicidio social lo es aún más.
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