El fracaso del éxito de Ciudadanos
Si nos hubieran podido votar todos los habitantes de Cataluña, hubiéramos sacado más votos que el 1 de noviembre de 2006. Exactamente 100.407, o sea, 10.567 más, un incremento de un 11,76%. Eso hubiera significado dos diputados más
Intentar dar razones para enmascarar el encantamiento quebrado es propio de políticos, pero nosotros no somos políticos profesionales, decimos. Por esto o, simplemente porque es decente hacerlo, debemos reconocer el fracaso electoral del fenómeno Ciudadanos en las pasadas elecciones municipales del 27 de mayo.
Me preguntaban a menudo: "¿Cuántos?". "Ni idea", respondía. Algo inconsciente me pedía a gritos prudencia, silencio. En los últimos días de campaña, cada vez que se echaban las campanas al vuelo, repetía como si fuera un conjuro: "Todavía no hemos ganado ni una batalla". En cada acto recordaba: "Nosotros no somos mejores que los demás, sólo tenemos la voluntad de serlo". Y volvía a recordar: "No somos más que una ilusión en las ilusiones de miles de ciudadanos recobrados a la política por nuestro atrevimiento ético."
Sabía y sé que aún no somos un partido consolidado, sólo una fuerza espiritual de renovación democrática en la mente de miles de ciudadanos anónimos que han decidido volver a soñar con la política honesta. Pero sabía y sé que, como ilusión que es, un simple revés, un desengaño puede convertir el encantamiento en vacío.
Ni puedo ni quiero exponer aquí las causas de este desencanto, pero el tener la seguridad de saber cuáles han sido los errores y cómo darles solución tranquiliza y da fuerza y mucha confianza en el fenómeno Ciudadanos. Porque, como todo en este partido, llega cogido de la mano de los sueños que estás dispuesto a vivir aunque sea lo último que hagas en esta vida. Sólo alguna causa de trazo mayor la dejo apuntada aquí: una campaña muy poco municipalista, presidencialista, sin nervio ni mordiente; una candidata por Barcelona guapa, joven, sonriente, tan alejada del ambiente sociológico del cinturón industrial de Barcelona como cercana a la estética difamada del PP que la prensa nacionalista trata de imponernos para impedir que el desencanto socialista recale en nuestras filas; una militancia desorientada por desavenencias internas propias de lo que nace y aún no es; la derecha mediática de uñas en defensa del Partido Popular; filtraciones; sabotajes de propios y extraños amparados por la libertad de expresión sin reglas y errores de quienes colaboramos indirectamente a facilitarles coartadas. Nada extraordinario que no ocurra en un partido normal, pero peligroso en un partido sin defensas, a la intemperie, tan expuesto a la mala fe del resentido como al desencanto de muchos a la menor señal de desavenencias.
Reconocido el fracaso, vuelvo a la carga para vencer a la realidad esquiva que debimos vivir la noche del 27 de mayo. En realidad no naufragó el partido real, sino sobre todo el fenómeno social, el milagro mediático que entre todos, seguidores y adversarios, habíamos construido a partir de aquel prodigio del 1 de noviembre de 2006 cuando las autonómicas catalanas se rindieron ante la evidencia de tres diputados tan negados como ocultados por el oasis nacionalista.
Y digo bien, lo que fracasó el pasado domingo fue ese fenómeno político, no el partido real. Se esperaba tanto y tan fácilmente, que nos olvidamos del escaso año de vida con el que nos presentamos a luchar contra los elementos. Porque no lo olviden, en estas elecciones nadie nos miró con simpatía, ni partidos ni medios. Unos por unas causas y otros por otras, pero todos nos temían. En ningún caso esto justifica nada, pero nos sitúa de nuevo en la realidad.
Y esa realidad, para bien y para mal, nos devuelve los datos convertidos en racionalidad e ilusión. Reparen en que todos los partidos catalanes representados en el Parlamento perdieron miles de votos (El PSC, perdió 185.000 votos, CiU 82.000, ERC 80.000, ICV 75.000 y PPC 77.000) menos Ciudadanos. Y no porque fuera imposible hacerlo al ser la primera vez que se presentaba, sino porque las candidaturas que presentamos a ochenta municipios catalanes representaban únicamente el 67 % del censo electoral. Una simple regla de tres nos devuelve la ilusión: si en las últimas elecciones autonómicas del 1 de noviembre sacamos 89.840 votos en todas las circunscripciones de Cataluña, en el 67% del censo electoral que nos podía votar en esta ocasión (ya que en el resto no nos presentábamos) nos tendrían que haber votado X, donde X da la cantidad de 60.192. Sin embargo, sacamos más; en concreto, 67.273 votos. O lo que es lo mismo, si nos hubieran podido votar todos los habitantes de Cataluña, hubiéramos sacado más votos que el 1 de noviembre de 2006. Exactamente 100.407, o sea, 10.567 más, un incremento de un 11,76%. Eso hubiera significado dos diputados más, uno por Barcelona y otro por Tarragona. Paradójicamente, en estas elecciones municipales sólo sacamos trece ediles y una alcaldía, pero nos quedamos a las puertas de muchos otros, sobre todo en el cinturón industrial de Barcelona donde sólo unas décimas nos separaron del corte electoral necesario para obtener representación.
Ya sé que no es un consuelo, pero es menester precisar que la realidad de los datos desmiente las expectativas frustradas de los que soñaron más de lo debido. En ocasión venidera daré cuenta de por qué no estuvimos a la altura de esos sueños; ahora sólo he querido dar un respiro a quienes se empeñaron en volar hasta el sol con alas de cera.
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