El deshonor del Banco Mundial
Cuando a Wolfowitz se le preguntaba, ante lo suntuoso de la sede del Banco Mundial, cuánta gente trabaja en la calle K de Washington, donde está situada, siempre respondía irónicamente que el 10%.
Tras semanas de intrigas palaciegas, filtraciones interesadas y manipulaciones informativas, el Consejo de Dirección del Banco Mundial ha aceptado la dimisión de su director, Paul Wolfowitz, con un comunicado en el que se puede leer literalmente que éste "actuó en todo momento éticamente y de buena fe en lo que él creía era el mejor interés de la institución".
Lo que no se comprende es por qué se le fuerza a dimitir si eso es lo que piensan los miembros de la dirección. Pero todo tiene una sencilla explicación. Haberle aumentado el sueldo a su pareja, en compensación por un traslado forzoso al Departamento de Estado, poco o nada tiene que ver con los motivos reales que tenían contra Wolfowitz.
Cualquiera que haya estado o conozca las entrañas del Banco Mundial puede adivinar con facilidad por qué Wolfowitz debe marcharse: porque el banco es una institución que se ha pervertido y que, lejos de estar libre de corrupción, ha caído en sus garras, a veces conscientemente, otras inconscientemente. No es de recibo, por ejemplo, que el dinero que presta el banco a países subdesarrollados sea más caro que el proporcionado por los bancos privados.
Por no decir nada de los depositarios de las ayudas financieras del banco, en un 97% del lado de las dictaduras más impresentables del planeta. Aunque uno fuera un cínico sin escrúpulos morales, prestar a dirigentes corruptos que detraen de los fondos del banco para engrosar sus cuentas y la de sus familiares no parece que sea un buen negocio desde un punto de vista de la rentabilidad monetaria.
Desde su nombramiento, Paul Wolfowitz quiso luchar contra la corrupción dentro del Banco Mundial y contra los vínculos del mismo con regímenes corruptos en los que invertía generosamente sin preguntarse acerca de los beneficios que ese dinero producía. Wolfowitz quería saber dónde se invertía el dinero que teóricamente debía servir para ayudar al desarrollo. Los europeos y sus funcionarios no se lo han permitido, prefiriendo la opacidad de sus tejemanejes a la transparencia.
Cuando a Wolfowitz se le preguntaba, ante lo suntuoso de la sede del Banco Mundial, cuánta gente trabaja en la calle K de Washington, donde está situada, siempre respondía irónicamente que el 10%. Con su salida, ya ni eso. El banco podía haber escogido su honor frente a la corrupción. Ha elegido el deshonor, y más corrupción.
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