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José Carlos Rodríguez

Una historia Gore

Los Estados Unidos, gracias a la viveza de su economía, pese al aumento de población y al crecimiento económico, de 1997 a 2003 aumentaron las emisiones de CO2 en un 0,007 por ciento. Nada. Vamos, que no necesitamos a los políticos.

Les contaré una historia. El invierno de 2003 fue especialmente crudo en Nueva York. Yo acababa de llegar y podía pensar que eran todos así, pero los neoyorquinos lo comentaban. La ciudad estaba engalanada con adornos y nieve abundante y salir a la calle era toda una muestra de coraje. Hubo un día especialmente helador. Fue el que eligió Al Gore para dar una conferencia sobre la gran amenaza de la humanidad contra sí misma: el calentamiento global. Imagínense las coñas sobre el personaje.

Desde que dijo que él se había inventado Internet, Al Gore le ha cogido gusto a decir la verdad al público. Su tema preferido es el del calentamiento global y a él le ha dedicado muchas horas de estudio. Ha recorrido el mundo en busca de los efectos de la subida del termómetro de la Tierra, recogiendo las opiniones de los científicos que cuadraran con su propia visión y perfeccionando su mensaje charla tras charla. La combinación de todo ello con el mejor hacer de Hollywood ha dado como resultado un documental extraordinario: Una verdad incómoda.

El relato es sencillo. Un gráfico que ordena 650.000 años, los últimos, con la evolución del CO2 y la temperatura de la Tierra. Parece la historia de dos amigos inseparables. Luego Gore abre la espita del CO2 en los últimos años, y termina con una vertical que rompe el gráfico. Si la temperatura le sigue en su trayecto, nos viene a decir, esto se va a convertir poco menos que en un nuevo Marte. No dice, claro, que en los períodos interglaciares la temperatura de la Tierra fue mayor a la actual, con menos CO2. Hace creer al espectador que el gas es la principal causa de variación de la temperatura, lo que sencillamente es falso. Es más, si la Tierra se está calentando o no, no es una cuestión cerrada, ya que la medición más precisa de la temperatura global, la recogida por los satélites en la atmósfera, no dice que sí. También somete al espectador al ejercicio de imaginarse cómo se fundirá el océano antártico y sus terroríficas consecuencias, sin mencionar que su temperatura es variable y que no hay que irse muy atrás en el tiempo, en los 1930’, para encontrar años menos fríos por esas latitudes que los actuales.

Pero más allá de las inexactitudes, de las sugerencias tramposas, de las ausencias resonantes en materia científica, llama la atención que mienta cuando dice que el consenso científico es total y que él viene a ser un torpe y humilde portavoz. No hay más que ver las declaraciones sucesivas hechas por Científicos Atmosféricos del Cambio Climático (CAECI) y las de Heidelberg, Leipzig y Oregón, en las que miles de científicos de primer orden reconocen que el consenso científico no existe y denuncian que hay un intento por manipular la ciencia con objetivos políticos.

Pero lo mejor es el final. Una vez metido el miedo en el cuerpo, Gore nos dice que todo se puede conseguir con voluntad política. Y pone un ejemplo muy aleccionador: si utilizáramos una serie de tecnologías más eficientes, reduciríamos nuestras emisiones de CO2 no ya por debajo de 1990, como pretende Kioto, sino de las de 1970. Muy bien, pero ¿quién desarrolla e implanta tecnologías más avanzadas? ¿Los políticos? ¿No serán más bien los empresarios en el mercado? Pues eso parece. Y no tenemos más que ir al ejemplo de... los Estados Unidos que, gracias a la viveza de su economía, pese al aumento de población y al crecimiento económico, de 1997 a 2003 aumentaron las emisiones de CO2 en un 0,007 por ciento. Nada. Vamos, que no necesitamos a los políticos. A usted tampoco, Mr. Gore.

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