EDITORIAL
Parte de guerra cinco años después del 11-S
La guerra declarada el 11-S está bien orientada, apunta al verdadero objetivo y éste se está alcanzando, a pesar de que el enemigo aún hará mucho daño
El mundo libre conmemora la guerra que dio comienzo el 11 de septiembre de 2001, conociendo mejor al enemigo, habiéndole infligido un certero castigo, pero también más desunido que entonces sobre cómo derrotarle. El balance de cinco años de fuerza, diplomacia e ideas contra el terrorismo yihadista contiene esta exasperante paradoja.
Hoy la estrategia del Mal apenas tiene secretos para la inteligencia de la libertad, cuando el 10 de septiembre de 2001 ese mismo Mal aún carecía de rostro, nombre y misión para nosotros. Hoy sabemos dónde encontrarle, tan lejos como cerca, agazapado en "montañas y desiertos lejanos" como también de incógnito en nuestros barrios, escuelas, universidades, centros de trabajo y redes de telecomunicaciones. Cinco años después del 11-S, atesoramos conocimientos útiles, sabemos cosas de su carácter que antes ignorábamos, como que no mata a causa de la pobreza o de la injusticia, sino porque odia nuestra forma de vida y persigue su total destrucción; certezas acerca de su método, como que se dispersa en cientos de células autónomas mentalizadas para traspasar la última frontera moral y provocar un sufrimiento lacerante e indiscriminado a la población civil; evidencias como la de que no es un Estado pero cuenta con la cobertura financiera y logística que le proporcionan Estados terroristas.
El mundo del 10 de septiembre y el mundo del 11 de septiembre de 2001 son radicalmente distintos, los separó una lúcida sacudida que, cinco años después, se ha convertido en todo un acervo de información sobre el Mal, indispensable para ganar una guerra de supervivencia y de civilización como la que hoy se libra a escala global.
Retrospectivamente, los avances en el cerco al espantoso enemigo han servido para comprender los errores del pasado, cuando la amenaza hibernaba en su nido y Occidente la ignoraba porque, según se proclamó tras el derrumbe del imperio soviético, la Historia había llegado a su fin y la civilización del derecho natural, la propiedad privada y la libertad personal se desenvolvería, al fin, libre de todo enemigo por siempre jamás. Hoy, cinco años después del 11-S, sabemos que ese análisis fue erróneo y condujo a decisiones equivocadas como la política de oídos sordos y apaciguamiento de la Administración Clinton.
Hoy, gracias a los monstruosos sacrificios de vidas humanas del 11 de septiembre de 2001, 11 de marzo de 2004 (Madrid) y 7 de julio de 2005 (Londres), sabemos que ningún país está a salvo del yihadismo. También sabemos que no basta con blindar fronteras y aislarse. Los terroristas están dentro de las sociedades abiertas, aunque responden a centros de mando y adoctrinamiento lejanos, a los que, en el futuro, habrá que seguir yendo a cortar la cabeza de la hidra.
Si algo ha quedado claro después del 11-S, es que la expansión de la democracia y los derechos humanos, si es preciso por la fuerza, no es un capricho imperialista sino una estrategia clave en la guerra contra el yihadismo. El derrocamiento del régimen talibán y la captura del tirano Sadam Hussein han dado paso a incipientes democracias y economías de mercado en Afganistán e Irak, cuyo éxito multiplicará la potencia de la libertad en otros países de la región. Los yihadistas lo saben, al igual que los regímenes teocráticos que serán los próximos en caer. De ahí, la alianza de terroristas y Estados terroristas para intentar sabotear a cualquier precio la reconstrucción de los países liberados.
La guerra declarada el 11-S está bien orientada, apunta al verdadero objetivo y éste se está alcanzando, a pesar de que el enemigo aún hará mucho daño, según concluye Whalid Phares en La yihad futura. Sin embargo, la gran paradoja de esta guerra es que Occidente nunca ha estado tan dividido como ahora, que sabe casi todo lo que hay que saber para ir a por los terroristas.
Una ideología liliputiense incubada en el interior de la civilización intenta tumbar y maniatar a la única potencia que ha identificado correctamente el desafío y está capacitada para vencerle.
La horrenda masacre de más de 3.000 inocentes en los ataques contra el World Trade Center de Nueva York, el Pentágono y el secuestro y derribo del vuelo United 93 obligó a los Estados Unidos a desistir de la tentación aislacionista con la que George W. Bush llegó a la Casa Blanca. Comprendió que se defenderían de manera más eficaz si perseguían a los terroristas allí donde se escondiesen y si combatían su ideología con educación, igualdad de derechos y comercio abierto.
Su país dio un ejemplo de reconstrucción y de unidad. Su clase política pensó con lucidez y actuó con determinación. Si hoy estamos más cerca de la libertad de lo que estábamos el 11 de septiembre de 2001, es porque un país libre está ganando la guerra militar y cultural por todos los demás. Y si estamos más lejos, es porque los demás estamos rindiéndonos incondicionalmente en la decisiva batalla de las ideas.
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