Atención
Me compro una memoria USB y, sin comerlo ni beberlo, me encuentro no se cómo financiando a la oreja de un sublime pintor fallecido hace muchos años, por una supuesta atención que ni le había dedicado, ni tenía pensado dedicarle.
La atención se ha convertido en algo que genera muchísima atención, y esta redundante frase es mucho más que una ingeniosa manera, modestia aparte, de empezar un artículo. La atención determina lo que valen las empresas, lo que hacemos con nuestro tiempo, los bienes y servicios que compramos, lo que votamos, lo que vemos... En un mundo con una oferta hiperabundante de contenidos, la decisión de dónde decidimos posar nuestros cansados globos oculares es cada día más importante y vale más dinero. Y así, la perspectiva de la atención como bien en sí mismo ha cambiado notablemente en los últimos años.
En primer lugar, no todas las atenciones son iguales. Resulta evidente, pero durante muchos años nos hemos dedicado a ignorar que una mirada perdida en busca de, por ejemplo, el nombre de una calle, y que se topa por casualidad con una valla publicitaria que anuncia una cámara fotográfica, no vale lo mismo que un anuncio puesto en una muy determinada pantalla delante de los interesadísimos ojos de alguien que está usando un motor de búsqueda para encontrar información que le ayude a decidir la compra de una cámara fotográfica. Sí, es atención, de acuerdo. El resultado neto es un tiempo de permanencia de un par de globos oculares sobre un espacio determinado. Pero es diferente. Tan diferente, que otorga a empresas como Google un valor elevadísimo, en parte por lo que son hoy, y en parte por lo que se supone que van a ser mañana manejando esa atención. Ser capaz de administrar la atención, de saber unir en un elevado porcentaje de ocasiones el par de ojos interesado con el producto o servicio que desea posicionarse ahí, convierte a la empresa en una especie de matchmaker, de arreglador de matrimonios, algo que le otorga una interesante comisión por matrimonio celebrado. Y la empresa lo retribuye a quien le otorga su atención, dándoles el beneficio de poder utilizar gratis el mejor motor de búsqueda hasta el momento desarrollado.
Tampoco son iguales los usuarios que entregan esa atención. Es bien sabido que, aunque suene poco democrático, no todos los usuarios valen lo mismo, y que ser capaz de congregar a los usuarios adecuados en un lugar donde mantengamos cautiva su atención es algo que puede reportar pingües beneficios. Y los mejores usuarios no son, tampoco, aquellos que más dinero tienen, sino aquellos más dispuestos a gastarse más en nuestra categoría, o aquellos por cuya atención alguien esté dispuesto a pagar una cantidad mayor. Algunas aerolíneas, por ejemplo, se plantean llenar sus aviones con personas que pagan cantidades bajísimas para viajar de un sitio a otro, pero que permanecen durante el tiempo que dura el vuelo metidos en un tubo de metal, dentro del cual es posible controlar, dirigir, su habitualmente caprichosa y huidiza atención. A cambio de tu atención, algunos están dispuestos a llevarte de vacaciones.
En la economía de la atención, manejar el tipo de atención, las características del individuo que la entrega y la actitud generada constituye una ciencia compleja, algo verdaderamente difícil de hacer, sujeto a leyes que evolucionan rápidamente según se crean nuevos medios y nuevas formas de consumo. La atención, a veces, se genera sola, mediante mecanismos desconocidos. De repente, a un montón de usuarios nos da por acudir a un sitio a compartir vídeos, y decidimos que nos vamos a pasar horas en ese sitio viendo vídeos de otros usuarios, un contenido al que habitualmente no podíamos acceder ni prestábamos atención. Y el sitio en cuestión se encuentra de repente con que puede generar recursos y desarrollar un novedoso modelo de negocio, innovar, crear valor para unos y otros. Sin duda, un efecto genial.
Pero lo más moderno, sin duda, lo que más se lleva, concretamente en España y desde la semana pasada, es inventarse la atención. Una industria utiliza unos medios para poner una música determinada y, en virtud de cuanto haya sonado esa música en esos medios, de esa supuesta atención por ellos mismos generada, se reparten el dinero obtenido de los usuarios. Usuarios que no querían prestar, en general, ni su atención, ni mucho menos aún su dinero. Me compro una memoria USB y, sin comerlo ni beberlo, me encuentro no se cómo financiando a la oreja de un sublime pintor fallecido hace muchos años, por una supuesta atención que ni le había dedicado, ni tenía pensado dedicarle. En lugar de pagarme o darme un beneficio, como hacen muchas otras industrias, por el hecho de que tenga a bien dedicarles mi preciosa atención, tengo que pagar por una atención que ni siquiera he dedicado. Mi atención, decidida por mandato parlamentario, convertida en dinero de manera completamente arbitraria, y además, entregado a una oscura sociedad de burócratas que la reparte entre sus amigos con criterios poco transparentes, mientras usa además un cierto porcentaje del mismo para financiar campañas de intoxicación y charlas en los colegios en las que explican a los niños lo malo que es Internet y como priva del sustento a sus artistas favoritos.
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