Colabora
Cristina Losada

El Estatuto del pensamiento mágico

Si Touriño y Quintana consiguen enredar al PP gallego en la tela de araña, y nada garantiza lo contrario, Galicia se unirá a la loca carrera por los restos de lo que queda de España.

Cuando Ramón Villares, presidente del Consello da Cultura, catedrático de Historia Contemporánea, ex rector de la Universidad compostelana, propuso hará una semana que el nuevo Estatuto defina a Galicia como “nación de Breogán”, se constató que la rata estaba en la lata. Fue aquél un síntoma inequívoco. Si un Villares compromete el prestigio intelectual que se le supone para abogar por que una ley orgánica se construya sobre el pensamiento mágico; si ninguno de sus pares se levanta para advertir del disparate; si quienes forman la opinión toman en serio una ocurrencia entre cómica y grotesca; entonces, es que el establishment cultural, profesional, mediático y empresarial de Galicia ha llegado a ese punto crítico de sumisión al poder, en el cual si sus venerables miembros no se arrastran como sabandijas, es sólo porque deben seguir comportándose como sanguijuelas.
 
Así que, vista la amplitud de las tragaderas de las elites y comprobada la pérdida de su sentido del ridículo, efecto colateral de la del sentido de la realidad, no tardaron los jefes de los dos gobiernos que comparten poder en Galicia en proclamar los siete desafíos a la Constitución y a la razón sobre los que quieren fundar el nuevo Estatuto. El reconocimiento del “carácter nacional” ya lo habían pactado hace un año, apelando a motivaciones históricas, económicas, antropológicas, lingüísticas y culturales “conocidas de antiguo y asumidas sin problemas dentro y fuera de Galicia”. Tan de antiguo viene la cosa, que en 1980 sólo un 28 por ciento de los votantes gallegos acudió a las urnas para legitimar la recuperación de las instituciones de autogobierno. Aquellas que, con poderes mucho más limitados, habían sido aprobadas en 1936 con la ayuda de un imponente pucherazo. Pero comprendámoslo: no había otra forma de alcanzar el respaldo popular que exigía para los Estatutos la Constitución republicana. Hoy, para comodidad de ZP y los nacionalistas, no existe esa valla de seguridad.
 
Ni ninguna otra. Las que había, van cayendo bajo el peso de los hechos consumados. Por lo que no es de extrañar que el socialismo galaico acabe de hacer suyo el primer mandamiento de los nacionalistas y propugne que el conocimiento del gallego sea un deber y que el rango del español se rebaje a cooficial. Hace un año, cuando firmó el pacto con el BNG, no se había atrevido a tanto. Pero de entonces acá el PSOE se ha alineado sin ambages con los que quieren desterrar el idioma común al purgatorio de las lenguas impropias y con quienes siempre han deseado liquidar la Constitución. De modo que su sucursal gallega puede abogar también por el blindaje de competencias y por esa deliciosa contradicción que consiste en reclamar autonomía financiera a la vez que fondos económicos del Estado, uno cuyo nombre no pronuncian por si Breogán se irrita y les manda un rayo. Y todo ello, y esto es lo que tiene mérito, dentro del “marco constitucional”. Porque Touriño y Quintana se han puesto de acuerdo en siete modalidades para violar la Constitución, asegurando que ella va a consentir que se la fuerce. Y el garante de que se dejará no es otro que el presidente del gobierno.
 
Lo único que han hecho bien los dos cogobernantes fue presentar sus cogitaciones antes de que se conocieran los resultados del referéndum en Cataluña. O sea, antes de que se visualizara que la mitad de los votantes catalanes pasó el “día histórico” ocupándose de cualquier otro asunto menos de participar en el gran acontecimiento. Pero ese abstencionismo indica también que buena parte de los españoles prefiere dar la espalda antes que oponerse de frente a proyectos que los perjudican. Si Touriño y Quintana consiguen enredar al PP gallego en la tela de araña, y nada garantiza lo contrario, Galicia se unirá a la loca carrera por los restos de lo que queda de España. La quiebra del sistema sólo puede perjudicar a una región de poco peso económico y demográfico. Pero el discurso oficial y oficioso es que sin Breogán nos quedaremos a dos velas.

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