Tócala de nuevo, Zapatero
Al presidente no parece importarle que la inmigración clandestina se haya desmadrado, pero sí resaltar que, hace un lustro, esta lacra también existía.
Decir que Zapatero lleva más de dos años haciendo oposición desde el Gobierno no es una forma de hablar, es el modo más certero de definir el modo en el que el presidente entiende el mandato de las urnas. Desde el mismo 14 de marzo de 2004, Zapatero –y todo su gabinete en comandita– han tenido una única y extraña obsesión: el Partido Popular, o, mejor dicho, los años que esta formación estuvo en el Gobierno. El "ajuste de cuentas" con el pasado ha sido integral. Se han decidido a ganarle las elecciones a Aznar de un modo póstumo, ya que la historia les birló esa tan esperada recompensa.
Desde los muertos del Yak-42 a la revisión de las cifras de crecimiento, el Gobierno sólo parece empeñado en demostrar lo calamitosos que fueron los años de Aznar. Es decir, el punto principal e inamovible de la agenda Zapatero ha sido denunciar todo aquello de lo que fue incapaz mientras se sentaba en los bancos de la oposición.
Aunque él y sus muchos padrinos mediáticos piensen lo contrario, no parece que esta curiosa estrategia esté surtiendo el efecto deseado. El PSOE, con todo a su favor, se encuentra estancado en esperanza de voto, en empate técnico y sin posibilidad de obtener la ansiada mayoría absoluta que le daría la tranquilidad del rodillo, ese bendito instrumento que tan intensivamente utilizaron durante el felipismo.
El debate sobre el estado de la Nación de ayer no hizo más que confirmar un hecho que va calando entre los españoles. A Zapatero no le interesa la Nación, le interesa el PP, o, afinando, que el PP no vuelva a gobernar jamás. Para ello, en lugar de administrar el poder equilibradamente y sin aspavientos, se ha concentrado en demoler todo lo que hizo Aznar y en airear escándalos caducados, cuando no inventados.
Al presidente no parece importarle que la inmigración clandestina se haya desmadrado, pero sí resaltar que, hace un lustro, esta lacra también existía. Ni le va ni le viene que la imagen de España en el concierto de las naciones civilizadas haya empeorado, pero sí recordar que Aznar apoyó la intervención en Irak. No le interesa que los estatutos de Cataluña y Andalucía sean sendos fracasos que han partido a la ciudadanía en dos, pero sí bucear en el pasado y traerse de vuelta lo que Alianza Popular hizo hace 27 años.
Buena parte de la dilatada intervención de Zapatero se ha consumido en una interminable letanía sobre lo mal que estaba gobernada España hace cuatro, seis o diez años. Sobre el estado de la Nación, objeto del debate, poco y administrado en consignas que emanaban el inconfundible aroma de la casa. Sobre el futuro de la Nación, nada. Ante semejante panorama es lógico que el debate haya dado tan poco de sí desde el punto de vista puramente político.
Zapatero, no obstante, ha conseguido su objetivo. Ha regalado a los medios adictos a Ferraz los cuatro eslóganes que sus noticieros precisan, salpimentados con el siempre efectivo recuerdo a la guerra de Irak o la resultona alusión a la dictadura franquista. A un parlamentario mediocre, titubeante e insípido no se le puede pedir más. A un presidente de Gobierno nefasto tampoco. Ha salvado la ropa con la marrullería habitual ante la impotencia –por no decir inoperancia– de un Mariano Rajoy que no tuvo ayer su mejor día.
De la infamante negociación con los etarras nunca más se supo. Ni de un lado, ni del otro.
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