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Pablo Molina

El fin de los principios

Ya hay que estar tronado para aparecer en la televisión con capucha blanca y txapela, rodeado de símbolos supuestamente separatistas, incluidos una bandera de Navarra y otra con el escudo de Sancho El Mayor, ¡que se llamaba a sí mismo Rey de España!

Una pregunta retórica sobre el llamado conflicto vasco, bastante habitual entre el buenismo progre es la de "¿Pero es que puede haber alguien que no quiera la paz?". Pues mire, sí, yo mismo. "Nada hay que sustituya a la victoria", decía un general americano al que no dejaron ganar Berlín para Occidente en 1945. Prefiero la victoria a la paz y el enemigo derrotado al pacificado de común acuerdo, sobre todo si el adversario es un grupo de criminales fanatizados. Porque ya hay que estar tronado para aparecer en la televisión con capucha blanca y txapela, rodeado de símbolos supuestamente separatistas, incluidos una bandera de Navarra y otra con el escudo de Sancho El Mayor, ¡que se llamaba a sí mismo Rey de España! La paz no es el fin de la política. La finalidad de la política es el bien común, dicho en liberal, la nación con libertades políticas. La paz y, eventualmente, la guerra, son simplemente instrumentos.

Antes que sentados en una mesa, como un grupo de subsecretarios discutiendo de política fiscal, prefiero a los etarras cautivos y desarmados. No estoy seguro de que esta opinión sea compartida por demasiados españoles, es decir, estoy absolutamente seguro de que no lo es, pero es la única que se me antoja compatible con un mínimo decoro nacional y un elemental respeto a los casi mil compatriotas asesinados por la banda etarra. Y es que si ciento noventa y dos personas asesinadas de un golpe nos hicieron dar el mayor espectáculo de rendición nacional que se recuerda, no hay que tener muchas esperanzas de que las víctimas de ETA ("ausentes involuntarios", que diría un cretino acojonado), mucho más repartidas a lo largo de treinta años, vayan a sacarnos de la plácida morcillez del chalet adosado, la salsa rosácea o la crisis del Madrid.

Pero lo que no es exigible a los ciudadanos de a pie, sí lo es respecto a los políticos que les representan. Por eso la imagen de Rajoy en el Congreso fue especialmente lamentable. No es ya que a los populares les haya cogido la tregua con el paso cambiado (al parecer, son los únicos que desconocían que el PSOE lleva más de un año negociando con Batasuna los términos del armisticio), sino que no parecen tampoco capaces de coger el ritmo a tiempo para el desfile. Rajoy era la otra tarde en el Congreso de los Diputados el vivo rostro del estupor más desnortado, como lo revelan sus ridículas apelaciones al pacto por las libertades y contra el terrorismo. ¿No le ha dicho nadie que hace casi un año que el PSOE lo metió en la trituradora? O recompone la figura rápidamente y empieza a movilizar a sus diez millones de votantes, o el panorama que se le avecina no puede ser más demoledor para sus esperanzas de llegar algún día a la Moncloa, con un ZP candidato al Nobel de la Paz a cambio de la secesión de facto de Vasconia y Cataluña, y un partido condenado al ostracismo por su propia indefinición en estos momentos tan graves. Gallardón no podría soñar con un escenario más propicio.

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