Bambi vuelve a la selva
El Estado, igual que cualquier convención humana, no es más que un enorme edificio construido de palabras; de palabras que sólo lo sostienen gracias a que perviven atadas a sus significados.
Imposible no adivinar un retrato premonitorio de Zapatero en esa injusta diatriba de Malebranche contra Montaigne que ahora releo: “No tiene principios en los que fundar sus razonamientos y tampoco el orden sobre el que deducir unos principios”. He ahí la clave de bóveda de la última ocurrencia –por llamar a lo suyo de algún modo– presidencial. “En una democracia avanzada”, acaba de barruntar ZP, “lo peor es dar una batalla por las palabras y por los conceptos”. Así, con una frase, media sonrisita y un par, la historia entera de la Humanidad acaba de ser repudiada por un tipo de Valladolid que se dice de León. Y es que la batalla por las palabras no sólo es asunto de las democracias avanzadas, de las avezadas, de las retardadas y de las mediopensionistas. Esa refriega por las voces y sus significados, en realidad, es la única guerra, la interminable, la eterna, en la venimos batiéndonos los bípedos desde el instante mismo en que bajamos de los árboles.
Porque sólo nuestros parientes, los chimpancés que aún se columpian gozosos en las ramas de la selva, han permanecido fieles al karma intelectual que ha alcanzado Zapatero. Soy testigo: en el Zoo de Barcelona, pasé muchas tardes de mi infancia contemplando a Copito de Nieve. Y nunca jamás me transmitió la menor impresión de estar interesado en la lucha por los conceptos; al contrario, la suya más bien parecía la batalla por las bananas –por pelarlas a toda prisa y tragárselas antes que los otros monos de la jaula–. Quién sabe, quizá aquel niño que fui tuvo ante sus ojos el primer laboratorio experimental de democracia avanzada del planeta, y fue incapaz de reconocerlo.
De todos modos, aunque el presidente y los huérfanos de Copito puedan permitirse ignorarlo, los demás deberíamos recordar que los períodos de caos siempre se inician con una revuelta contra el lenguaje. De pronto, se pierde la fe en las voces y los significados se liberan de las cadenas del diccionario. En el libro XIII de los Anales, Tzu-Lu pregunta a Confucio: "Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida?”. Y el maestro responde: “La reforma del lenguaje”. Los deudos inconsolables de Copito y el presidente no lo sabrán, pero ya Confucio intuyó que el Estado, igual que cualquier convención humana, no es más que un enorme edificio construido de palabras; de palabras que sólo lo sostienen gracias a que perviven atadas a sus significados.
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