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Pablo Molina

La nueva UCD

en ambos casos, el partido en el poder se impone como principal objetivo cubrir el máximo espectro ideológico, para lo cual resulta imperativo aniquilar a la derecha política

Para cualquiera que observe la realidad, ajeno al consenso del talante, resulta evidente que nos encontramos en los albores de un nuevo régimen. Si la primera transición política fue capitaneada por la UCD, el papel ahora le toca representarlo a su heredero socialdemócrata, el PSOE. Es asombrosa la cantidad de analogías en la actitud de ambos partidos frente a una coyuntura histórica también similar.
 
En efecto, en ambos casos, el partido en el poder se impone como principal objetivo cubrir el máximo espectro ideológico, para lo cual resulta imperativo aniquilar a la derecha política. La UCD camufló esta meta con un mínimo decoro. El PSOE, en cambio, ha hecho expresa y sistemática la persecución con sus pactos postelectorales, en los que manifiestamente se declara la voluntad, compartida con sus aliados extremistas, de aislar al PP en las instituciones representativas hasta enviarlo al lazareto extrademocrático.
 
El procedimiento es contradictorio, pues las bases del partido socialista, no digamos ya algunos de sus pesos pesados como Vázquez o Bono, defensores expresos de cierto humanismo cristiano, mantienen posiciones políticas mucho más próximas al socialdemocratismo moderado del partido popular y su idea de nación, que al extremismo irredento de sus socios actuales. Pero la política en un régimen de partidos la dictan sus líderes, y en el caso del PSOE, ni ZP, ni Blanco, ni sus camarillas tienen otra prioridad que mantenerse en el poder, para lo cual sacrifican cualquier idea de España o plan de gobierno, en el caso de que alguna vez los hayan tenido.
 
La derecha política es el adversario a batir, como en el 77, porque la perpetuación en el poder requiere fagocitar ese difuso espacio central del electorado, del que dependen las mayorías absolutas. El final de ese proceso viene a ser, parafraseando a Ortega y Gasset, una democracia hemipléjica. Para realizar su proyecto cuentan los socialistas actuales con la colaboración entusiasta de comunistas y separatistas de extrema izquierda, que de esta forma, además, ven cómo se van cumpliendo sus hitos programáticos sin experimentar el menor desgaste. Exactamente igual que el PSOE utilizó en su día a la UCD.
 
El famoso talante, como en su día la fórmula del “cambio”, patrocinada por la UCD antes de que se convirtiera en eslogan de campaña del PSOE, cumple su papel a la perfección, pues tanto sirve para descalificar al rival político con la acusación de inmovilista, reaccionario, etc., como para desarmar a los opositores internos que pretendan mantener una firmeza elemental en la defensa de principios irrenunciables, como la unidad de la nación o la igualdad de todos los españoles. Fernández de la Mora explicó muy bien esta estrategia en un famoso libro (“Los errores del cambio”), que por su asombrosa vigencia convendría reeditar.
 
El objetivo final de este proceso, revolucionario, aunque en esta primera fase aún se desarrolle bajo un marco institucional, es el mismo que pretendió la UCD. Un parlamento pluripartidista en el que la derecha, paradójicamente, sólo represente un papel marginal. Suárez lo consiguió –en la primera legislatura democrática, Alianza Popular tuvo 16 diputados–; aunque el precio fue la implosión del propio partido en la siguiente cita electoral.
 
La diferencia con el PSOE de ZP, es que ahora, con un PP rozando la mayoría simple, la apuesta es necesariamente tan fuerte que lo que corre el riesgo de disolverse es el mismo marco constitucional. Y el último, cuando deje atrás, en Cartagena, el faro de navidad, que cierre el gas.

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