Defensa de Salvador Sostres
Ruego a mis compañeros liberales que, junto con la pieza maldita, reproduzcan las que publicó defendiendo a Aznar en plena guerra de Irak, o las más recientes, donde ataca sin piedad al CAC por su campaña contra la COPE.
Salvador Sostres es el columnista en catalán más brillante que he leído en muchos años. En una reacción que no comprendo, sus detractores creen refutar sus opiniones recordando el boyante negocio familiar, que les debe parecer una vergüenza. No van a molestar al autor de la expresión “mi abuela caviar”.
Últimamente le arrojan a la cara un viejo artículo donde denigra el idioma castellano, en el que redactó una novela (Lucía, Edhasa, Barcelona, 2001) que arranca con esta cita de Oscar Wilde: “Los derechos de la literatura son los derechos de la inteligencia”. Sabe bien lo que dice. No pienso compensar esta defensa condenándolo parcialmente; a estas alturas de mi propio linchamiento no tengo que explicar lo que pienso de la cuestión lingüística o de la diglosia en Cataluña. Además, qué quieren que les diga, él sólo me ha hablado de mis columnas para alabarlas, cuando es evidente que alguna le habrá provocado urticaria.
Ruego a mis compañeros liberales que, junto con la pieza maldita, reproduzcan las que publicó defendiendo a Aznar en plena guerra de Irak, o las más recientes, donde ataca sin piedad al CAC por su campaña contra la COPE. No me gusta ver convertido en muñeco del pim pam pum a un autor que brilla como una estrella solitaria en el diario Avui. Me ha conmovido recreando escenas infantiles, se me han saltado las lágrimas de risa con la historia de la chica de la barra del Luz de Gas. Le afean que se disfrazara de mosquito en Crónicas Marcianas los mismos que se vestirían de ladilla a cambio de la cuarta parte de lo que Sardá le pagaba a él por hablar. Sí, por hablar: su histrionismo no hay que estimularlo.
Es un liberal convencido, un formidable –e inagotable- conversador y un intelectual a la vieja usanza. Sus provocaciones sólo pueden asustar a quienes ignoran la escena de André Breton arrojando un plato de macarrones sobre el uniforme de un general. Detesta con tanta pasión al partido socialista que parece un ex militante.
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