Todo es ya Navidad. También yo asisto a un almuerzo de Navidad, pero no es con compañeros de trabajo sino con verdaderos amigos. Es una celebración sincera. Mientras esperamos al maestro, recibo un par de caricias y un arañazo que fortalecen mi alma. Eso espero. Reconozco, sin embargo, que el arañazo al principio me dejo tambaleante. Más tarde, me percaté de que era una caricia sin límite. Contarlo quizá sea lo mejor para salir del estado en que me dejó. Sí, un amigo, que se considera un escéptico sin remedio, saca sus afiladas y delicadas uñas para limar mi actitud “doliente” con el mundo. No lo entiendo demasiado bien, me ha cogido despistado y con la guardia baja. ¿Dolido yo con el mundo? No. Me repongo con una sonrisa y trato de defenderme de algo qué no sé muy bien su significado. Balbuceo que amo la vida, aunque ésta me resulte, cómo negarlo, esquiva en sus sonrisas. Reconozco, no obstante, que quizá debiera ser un poco más generoso con ella, pero yo no me veo doliente y quejoso por las esquinas de la vida.
Falso. Me reitera mi amigo con una sonrisa grande. Eres demasiado tajante. Estás demasiado enfadado con el mundo. Te tomas demasiado en serio la realidad, pero nada es real. Y, otra vez, tengo que reconocerle que acaso no alzo los hombros con demasiada frecuencia, pero eso no significa que no pase de los idiotas que me rodean. Mi dosis de respeto para todo lo que se escapa a mi voluntad me parece suficiente, razonable, para no destruirme en cóleras sin objeto. Creo, en fin, que respeto de verdad todo lo que es ajeno y superior a mí. Mi amigo, sin embargo, insiste, en afearme mi conducta. Y porque no quiere verme sufrir, según él, debo ser mucho más escéptico para vivir feliz y, naturalmente, tengo que relativizar con más inteligencia la realidad. Vale.
Opto por salirme por la tangente, me tomo una manzanilla fresquita a su salud y le digo a la “levantisca” que está, de verdad, muy guapa. Me echa un capote y pasamos a hablar del mundo, es decir, empezamos a cortar trajes a la medida. Comimos bien y nos reímos más. Nos despedimos y me entraron ganas de escribir de ética. Pero de intenciones no se vive. Creo que no he conseguido fundamentar adecuadamente un principio de actuación moral. Me acuerdo entonces de un amigo “pasota” y un poco nihilista y lo llamo para renovarle mis afectos. Lo felicité y, de paso, le dije que estaba dispuesto a ceder con unos cabrones que nos engañan. Para nada, ni hablar, respondió con firmeza: “Ante el enemigo nunca se cede en cuestión de principios”. ¡Dios, Carlitos, qué gran lección me diste! Te había llamado para que me ayudaras a chulear el mundo, la realidad, y tú me pusiste en mi sitio. Ni un paso atrás, Agapí, ante la estulticia y la inmoralidad.
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