José García Domínguez
La utopía de la mediocridad
Y del mundo feliz, sin precios ni responsabilidad individual, en el que cada año, promoción tras promoción, se mutila sobre la cama de Procusto a los que no pudieron elegir
“Incluso aquel que tiene la desgracia de nacer en un país con una gran literatura debe escribir en su lengua como un judío checo escribe en alemán, o como un uzbeco escribe en ruso. Escribir como un perro que cava su agujero, como una rata que construye su madriguera. Y, para ello, encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto”. No se trata de un artículo de la LOE como pudiera intuir el lector inadvertido; es un párrafo de Kafka, ensayo pergeñado al alimón por Gilles Deleuze y Félix Guattari. Y tampoco forma parte de una broma; los autores lo depusieron en serio.
A su vez, quienes consumen su ciencia la rumian con gesto grave, reconcentrado, solemne incluso. Porque en las universidades españolas Deleuze y Guattari pasan por sabios muy principales de los que procede afanarse en recibir instrucción. Es más, en la mayoría de nuestras facultades de Letras ya sólo profesan catedráticos forjados en el rebaño de los Deleuzes y los Guattaris, cuando no en cuadras de lumbreras domésticas de calibre ajustado a imitación suya. Es el peaje colectivo que hemos aceptado pagar a la alta cultura de la cosecha del sesenta y ocho, ése tras el que se obtienen títulos que habilitan, por ejemplo, para ir a los colegios a enseñar a escribir.
Los que hemos tenido la desgracia de pasar por la docencia lo conocemos bien. Sabemos de la obsesiva tolerancia cero con la inteligencia natural de algunos adolescentes en esos institutos perdidos de la periferia. Y de la delirante República de Paidocracia que ha extendido su inviolable soberanía tras las vallas de los centros. Y del mundo feliz, sin precios ni responsabilidad individual, en el que cada año, promoción tras promoción, se mutila sobre la cama de Procusto a los que no pudieron elegir. Y del activismo de los entusiastas de esa utopía de la mediocridad, cuando reclaman airados el derecho a la ignorancia para los hijos del prójimo. Y de sus pares, esos surrealistas ingenieros de almas –muertas–, los pedagogos, tropa que no se percibe servidora de las necesidades de la comunidad sino que, muy al contrario, propugna que sea la sociedad quien se ajuste a su patológico desvarío nivelador. Y también, claro, de los politécnicos con más de mil alumnos y bien dotados de medios que apenas producen un par de candidatos a la selectividad por año, como el último en el que yo trabajé.
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