Colabora
Cristina Losada

De vuelta al siglo XX

El “final dialogado de la violencia”, que el Congreso aprobó, es un sofisma. Si se negocia el final, la democracia ha perdido. Si los terroristas abandonan las armas, no hay nada que negocia

El siglo XX fue extremadamente tolerante con el terrorismo. Tal vez no podía esperarse otra cosa del siglo de los totalitarismos. Observaba Paul Johnson que cualquier reunión de la Asamblea General de la ONU ofrecía un surtido de ex asesinos políticos con el hábito de jefes de delegación. En cuanto a estadistas, desde De Valera a Mugabe, la lista impresiona. No todos llegarían a esas cimas, pero los menos afortunados saldrían a menudo sin haber cumplido íntegras sus condenas y hasta merecerían, como algunos secuaces del IRA, que el estado les dispensara protección. ¿Frente a quién? Frente a sus antiguas víctimas. Víctimas que serían con frecuencia olvidadas y abandonadas. Tanto como tolerados o premiados sus verdugos no arrepentidos.
 
De modo que los manejos que se trae el socialismo gobernante con la ETA se insertan en ese cuadro de perversión moral del civilizado siglo. Como los que hicieron, con resultado conocido, gobiernos anteriores. Pero esta vez hay un agravante: se ha echado por la borda el único intento que se había hecho en España por salir de las podridas aguas de la tolerancia con los intolerantes. Se inauguró con el nuevo siglo. Ahora hemos vuelto al anterior. Dicen los teóricos del retroceso que la política antiterrorista nacida del pacto PSOE-PP, cambió las condiciones objetivas y que es por ello que ahora puede y debe acelerarse el fin de ETA mediante la política o hablando en plata, la negociación. Pero desde el momento en que Rodríguez sirvió una ración de su talante dialogante al conglomerado terrorista, mutaron de nuevo aquellas.
 
Pues a ver si lo entiende hasta el susodicho: ofrecer diálogo a los terroristas es ya una cesión política. Para eso asesinan e intimidan. Su primer objetivo es conseguir carta de interlocutor, lo cual legitima, y he ahí la derrota de la ley, el terror como medio de hacer política. El “final dialogado de la violencia”, que el Congreso aprobó, es un sofisma. Si se negocia el final, la democracia ha perdido. Si los terroristas abandonan las armas, no hay nada que negociar. Y los beneficios para los presos, aquellos que no se apliquen únicamente, como prevé la ley, a los arrepentidos, también son cesiones políticas. Se concedan en tiempo de tregua o de atentados. Uno y otro son el mismo cuando persiste la coacción.
 
El gobierno teje y desteje su discurso con el concurso de un séquito de Penélopes. En el reparto de roles, el ministro del Interior da una de cal y los demás, lanzan arena. Un engrudo con el que cegar el significado de los hechos visibles: los cómplices del terror vuelven a las instituciones democráticas, pervirtiéndolas; reciben otra vez dinero público, más el que ya les suministraba su gobierno amigo; celebran actos y manifestaciones; salen libres del juzgado; y al tiempo, el gobierno estrangula económicamente a la principal asociación de las víctimas y sus voceros oficiosos se ensañan con ellas. La época de Redondo Terreros fue una excepción en el PSOE.
 
Paul Johnson calculaba que en una década culminaba el proceso de rehabilitación de los afectos al asesinato político. En diez años, más o menos, se limpiaban las manchas de sangre con buenos detergentes y ya podían vestir los purificados “la respetable indumentaria del cargo público”. Y todo ello sin que se hubieran arrepentido de sus crímenes. Es más, muchos seguirían cometiéndolos.

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