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Carlos Alberto Montaner

La hora de enterrar los mitos

la redención del país y la reconciliación final sólo es posible con democracia, libertades, tolerancia, respeto a la ley, y la humilde admisión pública de que ni Allende ni Pinochet fueron los líderes que el país se merecía

La verdad, aunque sea dolorosa, es mejor afrontarla. Durante décadas, la izquierda transmitió la imagen de un Salvador Allende, apasionadamente demócrata, que en 1973 perdió el poder por una combinación entre la ingenuidad y la voluntad de no usar la fuerza contra sus enemigos. La distancia y la simplificación del pasado lo presentaron como un mártir bondadoso que al final optó por quitarse la vida con una metralleta regalada por Fidel Castro antes que rendirse al enemigo autoritario. Y no era así. La historia que ahora comienza a conocerse revela a un personaje muy diferente al de la leyenda popular.
 
El primer mazazo contra la dulce memoria del Allende heroico vino del historiador chileno Víctor Farías, autor de un libro publicado hace un par de años: Salvador Allende, antisemitismo y eutanasia. Farías desenterró la tesis de grado escrita en 1933 por Allende para obtener su diploma como médico. El texto de Allende llevaba el título de Higiene mental y delincuencia y hubiera podido ser firmado por cualquier fanático partidario de Hitler. Era algo así como el manual del perfecto fascista latinoamericano. Los homosexuales eran calificados de repugnantes. Los enfermos mentales deberían ser químicamente castrados para que no transmitieran su herencia biológica. A los judíos los caracterizaba como usureros, estafadores y calumniadores.
 
Cuando lo escribió, Allende sólo tenía 25 años, pero a los 40, cuando ya era ministro de Salud, intentó poner en práctica sus teorías eugenésicas, tan propias de los nazis, proponiendo una ley para esterilizar a los enfermos mentales, medida felizmente rechazada por el Parlamento. Y a los 64, cuando ya era presidente, y Simón Wiessenthal, el israelí cazador de nazis, muerto recientemente, en nombre de la memoria de las víctimas del Holocausto, le pidió la extradición de Walter Rauff, un sicario de Hitler que ordenó el asesinato de miles de judíos, Allende rechazó la petición. Corazón adentro, aunque sexagenario, seguía siendo el mismo ardiente antisemita que había sido en su juventud.
 
El segundo golpe contra la falseada imagen de Allende procede de otros historiadores: el ruso Vasili Mitrokhin y el inglés Christopher Andrew. El primero, ya desaparecido, fue un paciente archivista del KGB que tuvo la feliz idea de llevarse copia de su trabajo a casa. El segundo, es un respetado historiador británico. A principios de los noventa, en medio del desbarajuste de la URSS, Mitrokhim se pasó a Occidente con toda esa valiosa información y comenzó a publicarla. El segundo y último volumen es el que trae la información sobre Allende: el ex presidente chileno era un colaborador del KGB. Un colaborador que recibía dinero, transmitía información y contribuía a los planes soviéticos de conquista en América Latina. Se trataba de un confidential contact. Alguien con quien Moscú contaba para minar los regímenes democráticos y, de acuerdo con el gran proyecto ruso de hegemonía planetaria, eventualmente lograr la derrota y destrucción política de Estados Unidos.
 
En realidad, no hay ninguna contradicción entre el joven Allende cautivado por las ideas fascistas vigentes en los años treinta y el viejo Allende de los setenta, colaborador de la KGB. Mussolini era un admirador de Lenin, mientras Hitler, como sucedía con los comunistas, sentía una profunda antipatía por la democracia liberal y por los Estados Unidos, un país que le parecía dominado por los judíos. Fascismo y comunismo no eran extremos que acababan por parecerse, como tantas veces se ha dicho, sino parientes cercanos del mismo tronco socialista. Allende, sencillamente, venía de esa tradición autoritaria y cruel. No creía en la libertad ni en la democracia, aunque se sirviera de ellas para llegar al poder.
 
En cierta manera, el fin del mito de Allende es muy positivo para toda la izquierda chilena democrática, como ha resultado providencial para la derecha de ese país que se haya conocido, con lujo de detalles, que el general Pinochet no sólo fue un déspota que ordenó o toleró miles de asesinatos y torturas, sino que, además, fue un ladrón desvergonzado. Unos y otros tienen ante sus ojos una clarísima lección histórica: la redención del país y la reconciliación final sólo es posible con democracia, libertades, tolerancia, respeto a la ley, y la humilde admisión pública de que ni Allende ni Pinochet fueron los líderes que el país se merecía. Ninguno de los dos respondía a la imagen que intentaron acuñar sus partidarios. Es la hora de enterrar todos los mitos. Todos.

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