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Serafín Fanjul

Alemania: se busca milagro

Alemania es un país donde se mira mucho el centimito y en situaciones de incertidumbre resulta lógico que parados, pensionistas o empleados públicos se lo piensen antes de apoyar medidas de liberalización cuya naturaleza real desconocen y a las que temen

“Eso era antes”, me respondió con dureza una señora ante quien alabé la mítica puntualidad de los trenes alemanes: llegábamos a Würzburg con seis minutos de retraso y un servidor –acostumbrado a otros horarios y otros ferrocarriles– pensaba que en la vida todo es relativo y que dedicarse a buscar pajas en ojos ajenos puede reforzar el ego pero no fortalece la claridad de juicio. Viene esto a propósito de los muy baldíos resultados de las elecciones celebradas ayer en Alemania. Y viene a colación por cuanto resume de forma bien sintética la desconfianza en su país y en sus instituciones de una sociedad tradicionalmente ordenada, respetuosa y fiel a la autoridad y el poder. En algún caso, demasiado. Tal vez la experiencia latente en el imaginario colectivo abona esta actitud porque, dentro de las posibilidades de cada tiempo, los poderes constituidos ofrecían garantías tangibles de seriedad y de una cierta ejemplaridad ante los gobernados, de modelo, vaya; y justo lo contrario de la vivencia española, con sus duquesas manolas y sus políticos rateros. Y, por favor, no esgriman de nuevo el Nazismo porque eso suma doce años entre los dos mil de historia del país. Y no es el asunto del día.
 
Desde hace tiempo es perceptible entre los alemanes cansancio y desinflamiento en sus expectativas y pretensiones como colectividad, un desánimo general que con gobiernos socialdemócratas lógicamente se acentúa al sangrar la economía y no estar los gobernantes nada convencidos de la vigencia de los valores nacionales, si tal cosa existe. Y pensamos que en un sentido lato, sí. Era poco convincente el lema de Schröder “Vertrauen in Deutschland” (Confianza en Alemania). Ya saben: dime de qué presumes… Pero no carguemos toda la responsabilidad sólo sobre la muy fracasada socialdemocracia o contra su mascarón de proa, personaje que, por cierto, cada vez se parece más a Felipe González en su estilo desvergonzado, aunque aun le falten muchas leguas de pufos y marrullerías para alcanzarle. Alemania es un país donde se mira mucho el centimito y en situaciones de incertidumbre resulta lógico que parados, pensionistas o empleados públicos se lo piensen antes de apoyar medidas de liberalización cuya naturaleza real desconocen y a las que temen, por aquello de que el hilo siempre se quiebra por lo más delgado. Proclaman su repulsa hacia los socialistas-verdes no votándoles, pero tampoco se suman entusiasmados a reformas de subsidios o del mercado laboral de consecuencias temibles, al menos de momento. Quien esto escribe no es economista y por tanto no puede emitir un juicio fundado sobre la oportunidad, o no, de las medidas anticipadas por Kirchof-Merkel en ese país y en este momento; o sobre la batería de recetas similares que, al parecer, guardaba en la manga Schröder, en caso de ganar las elecciones, lo cual, desde luego, no desentona con la praxis habitual de los socialistas en todas latitudes de hacer lo contrario de lo que anuncian.
 
El
milagro alemán de los 50 y 60 –tan admirado y con razón– se basó en orden, trabajo, ahorro, disciplina fiscal y de la otra, organización, escaso gasto militar, renovación industrial y tecnológica (los ingleses, sin pretenderlo e indirectamente, favorecieron, al arrasarla, a la industria alemana futura). Erhard y Adenauer siguieron fórmulas útiles en aquellas décadas, y de ahí vino la posibilidad de financiar un estado del bienestar que –la verdad, la verdad– esas generaciones de alemanes sí se merecían y merecen. Otra cosa es si eso se puede seguir manteniendo cuando en los mercados mundiales ya va tiempo que irrumpieron competidores peligrosos (Japón, Corea, China, Taiwán), amén de la subsistencia de los de siempre: hasta los recuerditos turísticos de cualquier pueblo o ciudad pequeña lucen un decepcionante “Made in China”, igual que en Albalate de las Nogueras, provincia de Cuenca. Obviamente, el terreno de competencia para la técnica y la industria alemanas no puede ser la fabricación de banderines o figuritas de plástico más o menos feas, sino la alta tecnología, terreno en el cual el país sí tiene mucho que decir; el turismo interior y los servicios, la capacidad financiera…, en tanto se descarta de modo implacable de delirios de corte meramente ideológico
de izquierdas como la admisión de Turquía en la Unión Europea, lo que supondría –es un secreto a voces– un agujero sin fondo en el bolsillo de los alemanes, pues ésa y no el prejuicio religioso por el que plañen los multiculturalistas, es la verdadera causa de las reticencias de Alemania ante un ingreso tan inconveniente y perturbador para los europeos. Gobierne quien gobierne habrá de tomar en cuenta todos esos factores, tanto como el distanciamiento de la hegemonía política francesa, un fatum reservado a personajes como nuestro Rodríguez. Y para nosotros, claro.

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