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Daniel Rodríguez Herrera

O te callas o a la calle

La crítica al poder es una base fundamental de la democracia y la libertad, y los datos de aquellos que están dentro del Leviatán son casi siempre la principal fuente de esas críticas

A mediados de julio, un policía de Nueva York llamado Edward Polstein fue despedido del departamento. Llevaba ya desde octubre jubilado prematuramente. La razón principal es que mantenía un sitio web en el que tanto él como otros policías rajaban contra el departamento, sus jefes y el alcalde de forma anónima. Creado en 1999 tras considerarse relegado en varios ascensos, era lo suficientemente popular como para recibir una media de 60.000 páginas vistas diariamente, aunque tras el cese ha bajado a un tercio de lo que fue, presumiblemente debido a un cierto temor laboral de los agentes demasiado protestones.
 
Esta noticia vuelve a traer a la actualidad la espinosa relación entre el uso de la libertad de expresión en Internet y el empleo de quienes pretenden ejercerla. El debate surgió con fuerza cuando una azafata fue despedida por publicar en su bitácora personal unas fotos en las que aparecía con el uniforme de su empresa. Aunque no era la primera vez que algo así sucedía, lo absurdo de la razón del despido convirtió por primera vez la relación de los bloggers con su trabajo en un debate popular en Internet.
 
Parece que, después de un cierto número de despidos, se puede establecer que las principales razones por las que lo que escribas en Internet puede procurarte una patada en el trasero son dos: criticar a la empresa o revelar algún secreto de la misma. Ninguna de ellas resulta demasiado sorprendente. Al fin y al cabo, si decías que la compañía donde trabajas era una porquería delante de tu jefe o le contabas a la competencia (o a un periodista amiguete) algún secreto comercial, la calle era tu destino más probable; con o sin Internet, con o sin bitácoras. La única diferencia es, quizá, que en este último caso el despido va a ser más público y sus causas también, por lo que los directivos deberían pensarse más dar ese paso para que la imagen de la empresa no caiga a lo más profundo del vertedero en la red, donde todo se sabe.
 
Sin embargo, el despido de Edward Polstein debería abrir un debate distinto. Las empresas han de ser libres de despedir a quien quieran, por las razones que mejor le parezcan. Un contrato de trabajo es un acuerdo libre entre dos, y si uno de los dos decide terminarlo por las razones que sean, no hay más que hablar. Pero, ¿qué sucede cuando una de esas partes es una administración pública? En España es sencillo saberlo, porque despedir a un funcionario es una tarea que requiere toda la fuerza de Atlas y Hércules unida. En otros países quizá habría que andarse con cuidado. La crítica al poder es una base fundamental de la democracia y la libertad, y los datos de aquellos que están dentro del Leviatán son casi siempre la principal fuente de esas críticas. Despedir a un funcionario público que critica a la administración no debería estar permitido. Es más, en muchas ocasiones debería ser razón para un ascenso. Otro asunto es la revelación de secretos, siempre y cuando estos pongan en peligro la seguridad. Por ejemplo, revelar los detalles de la protección de un político es claramente punible. Darle a la prensa los documentos que estaban en el ordenador de un terrorista, en cambio, no lo es, como no lo sería publicarlo en el blog del funcionario implicado.
 
Al final, todo se reduce a un poco de sentido común. La Constitución de Estados Unidos, por ejemplo, impide al congreso hacer leyes relacionadas con la libertad de prensa, pero no impide a las empresas hacer normas internas que limiten la libertad de expresión de sus empleados. Por eso, la azafata puede pedir su reingreso pero haría mejor en seguir con su vida y buscarse otro empleo. Sin embargo, el policía debería plantear una batalla legal. Y debería ganarla.

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