Pío Moa
Infiltraciones
Se trataba de un partido, bien es verdad, muy poco preocupante para el régimen: el PSOE. Me indicó asimismo que algunos de sus confidentes habían llegado después a diputados y senadores socialistas
Un avieso parlanchín llamado Piris escribía el otro día sobre “los GRAPO, peculiar grupo terrorista del que se sabe que ha estado infiltrado por la Policía y ha mantenido estrechas vinculaciones con los servicios secretos españoles”.
¿Se sabe? ¿Lo sabe Piris? Entonces, ¿por qué no lo expone con detalle y datos? Todos quedaríamos encantados, porque lo que sabemos después de treinta años de repetir las mismas monsergas es que nunca se han probado en absoluto. Y no será por falta de tiempo, ganas y medios para sacar a la luz esas supuestas conexiones, en particular durante la larga etapa anterior del PSOE en el poder. Pues son los socialistas (no todos, pero sí muchos) quienes mayor empeño han puesto en divulgar esas leyendas, de las cuales nunca ha sido posible encontrar la menor prueba, si hemos de dar crédito a las memorias de Barrionuevo sobre su paso por el ministerio de Interior. Y yo creo que en esto debemos dar mucho más crédito a Barrionuevo que a los necios y malintencionados Piris dedicados a manipular a la opinión pública con tales fábulas.
Hay, además, en la forma como se presentan estos asuntos, una confusión deliberada entre infiltración y vinculaciones. La mayor parte de los grupos de la oposición antifranquista estuvo infiltrada. El PCE(r)-GRAPO, en cambio, sólo llegó a estar infiltrado ya avanzado el posfranquismo, y, con casi total seguridad, no lo había estado antes. Esa certeza me viene de los informes sobre los interrogatorios que nos remitían desde prisión los detenidos del grupo. Los informes indicaban que la policía franquista nos consideraba uno más entre las decenas de grupúsculos extremistas dedicados a parlotear de la “lucha armada”. Además, aunque las cosas se presentan hoy de otro modo, desde finales de los años 60 la actividad antifranquista (Comisiones Obreras, Asamblea de Cataluña, etc.) sólo era a medias clandestina, excepto en grupos muy radicales como el nuestro, especialmente cuidadosos con las normas de seguridad.
Pude entrevistarme un día con el general Eduardo Blanco, poco antes de su muerte. Blanco dirigió largo tiempo los servicios de información franquistas, hasta 1973 y, lógicamente, le pregunté al respecto. Pese a su avanzada edad conservaba una excelente memoria y todavía traducía del ruso o jugaba partidas de ajedrez contra el ordenador. Me confirmó lo que yo suponía: que nuestro grupo no había sido objeto de especial atención de la policía ni habían tenido otra información de él que la extraída de nuestra propaganda y de detenciones ocasionales. Los servicios policiales y de inteligencia franquistas dedicaban sus esfuerzos principales al PCE, al cual sí tenían bastante infiltrado, y luego a la ETA, donde también lograron introducir confidentes.
Me comentó, como dato curioso, que de otro partido, al cual tampoco prestaban gran atención, recibían tal cantidad de informes de confidentes, que terminaron por juntarlos sin especificar la fuente concreta. Se trataba de un partido, bien es verdad, muy poco preocupante para el régimen: el PSOE. Me indicó asimismo que algunos de sus confidentes habían llegado después a diputados y senadores socialistas. Mucho se ha hablado del “oscuro GRAPO”, pero probablemente es éste el partido más clarificado de la época, particularmente en mi libro De un tiempo y de un país, y en el de Félix Novales El tazón de hierro, centrados en dos épocas distintas. En cambio la formación y oscuras conexiones del PSOE en las postrimerías del franquismo siguen faltos del estudio imparcial y detallado que merecen. Desgraciadamente el general Blanco parece no haber dejado memorias, pero algún historiador serio e independiente debiera abordar ese estudio.
Hace unos años J. R. Gómez Fouz escribió un libro de muy recomendable lectura, Clandestinos, centrado en el antifranquismo asturiano. Mostraba allí cómo alguno o algunos de los dirigentes socialistas más destacados en la democracia habían estado a sueldo de la policía franquista. En el prólogo, el escritor J. I. Gracia Noriega hace estas agudas apreciaciones: “La traición es moneda de uso corriente tanto entre quienes se proponen derribar el Estado como entre los que pretenden apuntalarlo, y debido a ello Vasílief [el jefe de la Ojrana o policía secreta zarista, que dejó unas interesantes memorias] describe una psicología del traidor: “Ocurría además un fenómeno psicológico que se presentaba casi con regularidad en los colaboradores secretos. Éstos se hallaban en continuas relaciones tanto con la policía como con los revolucionarios. Esta situación, nada natural, influía perniciosamente en sus nervios. La traición de que sin cesar hacían objeto a sus propios correligionarios, y que no pocas veces conducía a su encarcelamiento o destierro, pesaba sobre las conciencias de estas gentes, mientras que, por otra parte, siempre temían ser desenmascarados o asesinados por los revolucionarios. Por ese motivo nunca faltaba en la vida de todo colaborador secreto el instante en que súbitamente se arrepentía de su doble papel. En ese crítico momento despertábanse en él algunas veces fanáticos sentimientos de odio contra el oficial de la Ojrana que dirigía su actividad”.
Pero esto no solía ocurrir aquí, observa Noriega: “Las circunstancias de la clandestinidad antifranquista, cuyos resultados no desembocaron, en modo alguno, en ningún tipo de revolución, fueron muy distintas de los revolucionarios rusos. En España, el confidente delataba para conseguir algún tipo de beneficio (…) El delator era, en la España de los años cincuenta y sesenta, por lo general un pobre hombre. Cualquier parecido entre el atormentado Gypo Nolan de la novela de Liam O´Flaherty, y el delator de la policía franquista, que delataba a cambio de miserables prebendas, salvo el acto mismo de la delación, es inexistente”.
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