Cristina Losada
Hambre de culpa
Esas incursiones contra la experiencia y la razón siguen teniendo éxito. Porque si en muchos lugares hay hambre de verdad, en las sociedades prósperas hay hambre de culpa
La actriz Pilar Bardem ha escrito un mensaje para los organizadores de la manifestación contra la pobreza convocada en Madrid. Dice en él que “acabar con el primer terrorismo es acabar con el hambre” y que “tenemos la obligación de compartir”.
Pero no es cierto, como se rumorea, que ella, Trinidad Jiménez, Pedro Zerolo, Gaspar Llamazares y otras de las caras conocidas que se proponen asistir, vayan a rematar su compromiso contra la pobreza con la donación de la mitad de sus ingresos a organizaciones caritativas y benéficas de probada honradez.
Y no lo harán, no porque tengan mal corazón o no ganen dinero suficiente, sino por el convencimiento intelectual de que acabar con la miseria no depende de su generosidad. No y mil veces no. La solución exige transformar el modelo de desarrollo vigente, que constituye, según los convocantes, la causa de ese mal. Los que hayan pasado por la escuela de la izquierda, ahora mero kindergarten, se lo sabrán al dedillo: no hay soluciones individuales, sino sociales. Mientras no cambie todo, nada tiene que cambiar, que diría Lampedusa.
¡Qué alivio! Sale barato comprar buena conciencia. La única contraprestación que exige la causa es manifestarse a su favor y exigirles a los gobiernos que dediquen el dinero de los ciudadanos a engrosar las cuentas bancarias de los gobernantes corruptos. Que en esos mares de sargazos suelen desembocar las ayudas al desarrollo. Aquellas que no se pierden en proyectos inútiles y en pagarles el sueldo y los viajes a los altos cargos que las gestionan. Verbigracia, Leire Pajín.
Por esa misma concepción, Izquierda Unida ha requerido a Rouco Varela para que asista a la manifa. Pues en lugar de echar pestes contra la economía de mercado, que es la forma de combatir la pobreza que propugnan los viejos y los nuevos comunistas, la iglesia católica y otras congregaciones religiosas, asisten de forma directa a los pobres y a los hambrientos. Y eso no vale. No contribuye a destruir el modelo vigente, que es donde radica la solución definitiva. Al contrario, lo perpetúa suavizando las aristas. No en vano los bolcheviques, que sabían de esto, se guiaban por el principio de cuanto peor, mejor.
Tanto se guiaron los bolches y los por ellos inspirados, que los regímenes que implantaron tras liquidar el mercado fueron a peor imposible. Es más, el hambre y la pobreza que padecen muchos pueblos son herencia de las economías planificadas a los que se vieron sometidos. Pero los creyentes en ese modelo no han dejado que la realidad les estropeara las ideas. El único cambio visible consiste en no defender el socialismo explícito. Ahora va implícito.
Esas incursiones contra la experiencia y la razón siguen teniendo éxito. Porque si en muchos lugares hay hambre de verdad, en las sociedades prósperas hay hambre de culpa. Y si el sentimiento de culpa que se insemina no se individualiza, sino que se diluye en un magma colectivo, tanto mejor para cada cual. Creen así muchos la falsedad de que unos son ricos porque otros son pobres, y que es nuestro modelo el que provoca la miseria, cuando resulta que nos ha traído la prosperidad.
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