Enrique Dans
Babel reconstruida
Tras muchos siglos de dificultades, la raza humana vuelve, gracias a la Tecnología, a acercarse a la idea de la torre de Babel, capaz de unirnos a todos y permitirnos tocar el cielo. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad
Cuenta la Biblia que al principio, todos los pueblos de la Tierra eran uno, y hablaban la misma lengua. Y reunidos en una fértil llanura al lado de un río, con abundancia de materiales para fabricar ladrillos y argamasa, decidieron edificar una torre cuya cúspide llegara al cielo, para así hacerse famosos y desafiar el poder de los dioses. Pero hete aquí que Dios, al ver las intenciones de los hombres, confundió su lenguaje, haciendo que no fuesen los unos capaces de entenderse con los otros. Esto provocó el abandono del proyecto, la división de los hombres por toda la Tierra, y fue el origen de las diferentes razas y lenguas. El mito de la torre de Babel se plantea, por tanto, como un castigo divino a un hombre demasiado ambicioso, que desafía su poder, que intenta alcanzar el cielo con sus medios, a modo de “sabotaje” divino a un proyecto humano demasiado peligroso. Desde Babel, los hombres estamos condenados a tener dificultades para entendernos, a que nos resulte difícil combinar nuestros esfuerzos en proyectos comunes, para evitar que nos hagamos así demasiado ambiciosos y volvamos a querer superar a los dioses.
Los intentos del hombre por revertir la situación han resultado, hasta ahora, de eficacia más bien limitada. Cuando los dioses crearon la maraña de lenguas, lo hicieron a conciencia. A estas alturas, la mayoría de nosotros hemos tenido que enfrentarnos alguna vez con una traducción automática: resultan patéticas, difíciles de entender. El sistema traduce palabras sin contexto alguno, generando un documento en muchas ocasiones sin sentido, o plagado de todo tipo de incorrecciones y situaciones extrañas. Como mucho sirve para, de vez en cuando, lograr hacerse una idea general de la esencia de un texto escrito en un idioma que desconocemos, oscurecida, por supuesto, por un sinnúmero de atentados contra la lógica y la semántica. No hay más que intentar traducir una página de un periódico o revista escrito originalmente en un idioma que conozcamos para darse cuenta del espantoso conjunto de risibles despropósitos que la traducción automática puede llegar a generar, como en este reciente ejemplo. Realmente, no parece ésta la tecnología capaz de sacarnos del embrollo con el que los dioses decidieron un día castigar nuestra peligrosa soberbia.
El pasado 19 de Mayo, Google, en un tour de sus instalaciones y proyectos, mostró algunos detalles de su proyecto “machine translation systems”. Para hacerlo, hicieron una demostración con un texto escrito en árabe, que carecía absolutamente de sentido alguno en la versión traducida con la tecnología anteriormente citada, pero que resultaba perfectamente claro y correcto en la nueva. ¿Cómo es posible tal magia? Simplemente, recurriendo a una tecnología que ya hemos comentado en esta sección otras veces: la inteligencia artificial. La traducción, en lugar de recurrir a un diccionario palabra a palabra, intenta dotarse de contexto mediante el recurso a un abundante conjunto de materiales escritos –en este caso, el fondo documental de las Naciones Unidas– que son analizados estadísticamente para detectar qué cosas son importantes en la estructura del texto, en qué situaciones y en vecindad de que palabras son mencionados, con que frecuencia suelen aparecer esos términos en un mismo documento… Tras un análisis enormemente laborioso desarrollado en tiempo real y a la vertiginosa “velocidad Google” que todos conocemos, la traducción dispone no sólo de la lista de significados de cada palabra sino que, además, ayudada por el contexto que las rodea, puede escoger mediante procedimientos estadísticos el más adecuado de todos ellos, y homologar las construcciones gramaticales, morfológicas, sintácticas y semánticas a documentos similares. De hecho, sería técnicamente posible que el texto traducido llegase incluso a “superar” al original en corrección gramatical, o que se le añadiesen vínculos a materiales utilizados en el proceso de traducción y que fuesen considerados especialmente relevantes. Cuando dispones de un conjunto tan amplio de materiales digitalizados, no hay límite imaginable para una tecnología así… como en la torre de Babel, que provocó el castigo divino, ya ni siquiera el cielo es el límite. ¿Enviarán los enfurecidos dioses un rayo al Googleplex para evitar que, por segunda vez en la Historia, los hombres sean capaces de superar las barreras impuestas por su maldición y puedan trabajar juntos?
Por supuesto, toda nueva tecnología está llena de incógnitas y oportunidades, pero también de amenazas. Imaginemos que tuviésemos, de repente, la bendición de una tecnología capaz de tomar cualquier texto y traducirlo con calidad a cualquier idioma de la faz de la Tierra. Unámosla a la tecnología de reconocimiento de voz, igualmente ya muy avanzada, a la ya mencionada “velocidad Google”, y al incremento de poder computacional en dispositivos cada vez más pequeños: esto posibilitaría que un diminuto aparato de bolsillo captase las palabras de nuestro interlocutor, y las enviase en tiempo real a un auricular en nuestra oreja traducidas al idioma de nuestra elección. Pero claro, ¿qué dirían entonces los miles y miles de traductores que viven precisamente de los efectos de la divina maldición babélica? Al principio, aunque fuesen objetivamente insuperables, las traducciones automáticas serían consideradas peores, “de segunda”… “donde esté un buen cerebro humano para interpretar lo que el autor quiso decir…” Con el tiempo, iríamos disponiendo de ejemplos capaces de demostrar cómo una máquina puede consultar y procesar infinitamente más información, mucha de ella generada por el propio autor, estudiar todo lo que éste escribe, como se tradujo en el pasado, como fueron calificados los resultados… Las traducciones amanuenses quedarían gradualmente reducidas a casos cada vez más puntuales de inaccesibilidad tecnológica, a situaciones protocolarias, o se llegarían a considerar un caro preciosismo para elites, ancianos y radicales antitecnológicos, hasta caer tan en desuso como los aguadores, los afiladores, las enciclopedias de papel o la música en discos compactos. Habría huelgas, lobbies, resistencia, insultos y descalificaciones de todo tipo, hasta puede que hubiese regímenes que intentasen prohibir el uso de tales “tecnologías malignas”, como actualmente intentan hacer con la distribución de música en plataformas P2P. Todo por el progreso.
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