Pablo Molina
Silencios reales
En la situación actual, la prudencia política aconseja no preocuparse tanto por la regulación jurídica de los derechos sucesorios de la corona, como que la futura realidad española permita a los herederos de los príncipes actuales ejercerlos pacíficamente
La semana pasada, el Rey de España realizó unas declaraciones públicas desde Roma. En ellas no se refirió a la presión que el andamiaje constitucional está soportando desde que empezó la presente legislatura, debido al empeño rupturista de los partidos independentistas con la tolerancia dolosa de la mayoría socialista en el parlamento. Tampoco aprovechó para sancionar con su regia autoridad los excesos verbales proferidos en sede parlamentaria por un escamot postmoderno, digno heredero de Companys, quien, con motivo del debate sobre el estado de la nación (española, por cierto) mostró su determinación a «acabar (sic) con el franquismo sociológico», tras identificar a éste con el partido conservador al que votan diez millones de súbditos de Su Majestad. Tampoco aprovechó la ocasión para advertir que ciertos homenajes públicos a los personajes más abyectos de la izquierda, empeñados en revivir los viejos odios de la Guerra Civil, sólo sirven para erosionar el clima de concordia bajo cuyos auspicios se cimentó el vigente consenso constitucional. En uno de estos casos más recientes, bien conocido por todos, el Rey envió incluso su felicitación más efusiva al protagonista de la tragedia de Paracuellos del Jarama, que no fue precisamente un accidente de ferrocarril. Ajeno a estas polémicas, Su Majestad el Rey se limitó a advertir de su disposición a sancionar la ley que equipara las uniones homosexuales con el matrimonio, faltaría más, pues él «no es el Rey de Bélgica».
Desde los inicios de la transición y especialmente a partir de la llegada de los socialistas al poder, el titular de la Corona Española ha preferido distinguir con un trato preferente a la izquierda, mientras a la derecha le recetaba dosis medidas de lo que popularmente ha dado en llamarse “borboneo”. Debe ser la especial intuición que tradicionalmente se atribuye a los integrantes de la casa de Borbón, que prefieren congraciarse (inútilmente, por cierto, como también la Historia demuestra) con los enemigos teóricos de la institución monárquica, mientras menosprecian al sector sociológico en el que, en última instancia, siempre ha encontrado la Corona su apoyo.
Sin embargo, la derecha actual es, muy probablemente, española antes que monárquica. No hay que ser demasiado perspicaz para constatar que el juancarlismo de los conservadores españoles está teñido de un fuerte agnosticismo en cuanto a la forma del Estado, pues lo que interesa a diez millones de votantes no es tanto el mantenimiento de una dinastía concreta en el trono español, ni siquiera el trono mismo, sino la supervivencia de la nación que le otorga su razón de ser. La derecha, en fin, defiende la monarquía como símbolo de permanencia de la nación española. No parece muy prudente, por tanto, que la propia institución se identifique, al menos por omisión, con la marea disolvente que actualmente ordena nuestro tráfico jurídico-político.
La Historia de la corona española en los dos últimos siglos ha sido bastante agitada, como la de la nación entera por otra parte. Lo prueba el hecho de que, desde Carlos IV, la monarquía española no ha aguantado más de una sucesión consecutiva. Los casos del propio Carlos IV, con su conducta felona y la de su hijo frente a su carcelero Bonaparte, de Isabel II abandonando el país en medio de un amotinamiento grotesco que desembocaría en el cantonalismo y de Alfonso XIII entregando el país a la oposición republicana en medio del desfonde general de sus partidarios son bien descriptivos al respecto. La Constitución Española de 1978 iba a ser el salvoconducto que permitiera por primera vez en dos siglos romper una plusmarca tan exigua, pero para ello es necesario acreditar la fortaleza del régimen a través del respaldo inmutable de la Corona como elemento garante de su continuidad. En las épocas envilecidas, el alto sentido de Estado exige una atención especial a los tiempos. Quien demore la jugada cede el turno irreversiblemente a su adversario y de nada valdrá después aducirlo como eximente, pues la obligación de los titulares de las más altas responsabilidades es actuar bien, pero también hacerlo a tiempo.
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