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Cristina Losada

El brillo del fanático, la opacidad del imbécil

Los pequeños matones que anidan en las filas de la izquierda se han habituado a salir victoriosos e impunes de sus agresiones, tanto verbales como físicas, y eso les ha dado unas alas que se deben recortar

La semana pasada participé en un debate sobre “la memoria histórica” en Canal Sur. Se había invitado a personas de opiniones diferentes, cuando no opuestas, y la discusión transcurrió con civismo pese a tratarse de un asunto que conlleva una carga emocional que suele interferir para mal, y tiende a convertir un debate en reyerta. No soy yo partidaria de rebajar la confrontación de opiniones en aras de aparentar un acuerdo que no existe. En España se ha hecho costumbre esconder las diferencias debajo de la alfombra del consenso. Pero bajo la calma, se cuece la tempestad, y las divergencias estallan al final, no en argumentos, sino en insultos y agresiones.
 
Al término del programa aquel, como a la voz de “a por ellos”, algunos miembros del público se acercaron a los que estábamos en contra de una recuperación sectaria de la “memoria” o de la “historia”, conceptos que persisten en confundirse, y nos reconvinieron en tono belicoso. Uno se me plantó delante y me espetó, qué previsible, que yo era “fascista”. Más que decirlo, lo gritó con gesto amenazador. No estuve dispuesta a ignorar el insulto y se armó un revuelo. Los pequeños matones que anidan en las filas de la izquierda se han habituado a salir victoriosos e impunes de sus agresiones, tanto verbales como físicas, y eso les ha dado unas alas que se deben recortar.
 
No lo hacen los partidos de izquierda, que no condenan las tropelías que cometen sus ultras. Y no las repudian porque les prestan un servicio. Son la punta de lanza de la labor de intimidación del adversario que coadyuva al mantenimiento de su influencia. Así que sólo se indignan cuando son los otros ultras los que actúan. Unos ultras, los de la extrema derecha, que por cierto no asomaban la testa hasta que llegó Zetapé, el que crispa los días pares y tiende la mano los impares. El que sólo pide detenciones cuando es Bono el increpado y aun no ha pedido disculpas, y Bono tampoco, por detener sin prueba alguna a dos ciudadanos.
 
Mi anécdota es una gota de agua en el océano de la intimidación política. Y una nimiedad, al lado de lo que llevan décadas padeciendo miles de personas que no sólo ven en peligro su dignidad, sino su vida. La mafia de ETA ha hecho del acoso el preludio del asesinato. La indiferencia y la tolerancia con el matonismo de los que actúan amparados por las pistolas, ha incapacitado a la democracia española para erradicar el terror tanto como la complicidad descarada.
 
Con esta era la tercera vez que he tenido un cara a cara con alguien que me insulta por mis opiniones políticas y contiene apenas su ánimo de agresión. En sus ojos, pertenecieran a guerrilleros de Cristo Rey o a grupos izquierdistas, he visto lo mismo: el brillo del fanático y la opacidad del imbécil. Detrás, la cobardía. Es cuando sienten el respaldo de la tribu que se lanzan a cortar cabelleras.

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