Serafín Fanjul
Fomentando el racismo
Ante la avalancha de indocumentados –me refiero a inmigrantes, no a ministros del gobierno– la única respuesta consiste en lanzar llamadas a la bondad
Si quiere leer unos párrafos bien representativos del racismo biológico (el verdadero), le sugerimos repasar las páginas que el explorador Stanley –ése mismo, el del Dr. Livingstone– dedica a las negras; o las de Burton (no el actor, el otro) sobre los africanos; o, si prefiere algo más clásico, deambule por el pensamiento –de algún modo hay que denominarlo– pseudocientífico que sustentó las teorías de la superioridad racial de los arios, esgrimidas sin rubor por individuos entecos y mal formados como Himmler y Goebbels. Hay para todos los disgustos. Sin embargo, aquí y ahora, cuando se habla de racismo, mucho y muy a la ligera, más bien se está aludiendo a conflictos de orden cultural, religioso, social y económico que, de forma harto simplista, se agrupan en la marca “racismo” para acabar pronto y no meterse en honduras siempre incómodas, por los esfuerzos de reflexión e información que suelen requerir. O, dicho de otro modo y con claridad meridiana: es muy dudoso que un cabeza rapada español, por muy brutito que sea, abrigue el más mínimo escrúpulo o reticencia física a mantener relaciones íntimas con una negra, china, mora, esquimal o lo que sea , y al contrario de Stanley, Burton o Himmler.
La reciente muerte de un joven español en Villaverde (Madrid) a manos de otro dominicano suscita por enésima vez un cúmulo de preguntas nunca respondidas por las autoridades, de observaciones reiteradas a cargo de gentes bien intencionadas pero con poco mando en plaza y de hartazgo de la ciudadanía española, en especial de sus capas más bajas y por tanto en contacto real con inmigrantes de una u otra procedencia. Reaparecen las enérgicas condenas contra los brotes racistas por parte de periodistas y políticos que sólo en ven foto a esos desheredados foráneos, vuelven las peticiones no menos enérgicas de PSOE, IU, CCOO, UGT, etc. de “políticas activas” (todos a temblar por el atraco en ciernes) para combatir el racismo y la discriminación, con lo cual ya sabemos que, de hecho, no más están pidiendo cuartos para tal ONG amiga o comederos varios para deudos y parientes. Todo habitual, repetitivo, cansado. Y sin visos de solución práctica: la policía patrulla un día sí y trescientos no, obviamente, no por su culpa; la ira de los ciudadanos estalla durante unos días y termina diluyéndose ante la falta de apoyo y soluciones provenientes de las instituciones que, desde luego, son las responsables del pastel, porque no pueden lanzar rayos flamígeros de indignación por los incidentes quienes –con nombre y apellidos– llevan ya muchos años pidiendo “papeles para todos”, o haciendo la vista gorda ante las entradas clandestinas al llegar al gobierno, o extrayendo de la manga parches cómicos como esgrimir una orden de expulsión para fundamentar un empadronamiento.
Ante la avalancha de indocumentados –me refiero a inmigrantes, no a ministros del gobierno– la única respuesta consiste en lanzar llamadas a la bondad, cuando no argumentar con obviedades como dejar muy claro que no todos los inmigrantes son delincuentes. Muchas gracias por la aclaración: tampoco a Lucrecia Pérez la asesinamos todos los españoles, sino dos o tres necios que , bebidos y de noche, quisieron tomarse la justicia por su mano de una injusticia que nadie les había infligido. Y mataron, disparando a bulto, a una pobre mujer a la que no conocían y que nada les había hecho: ¿fue un caso de racismo strictu sensu? Yo no lo creo, más bien gamberrismo exacerbado, insuficiencias psíquicas de los autores, ignorancia, mucha ignorancia… Eso sí. Y conste que fui y sigo siendo partidario de que se aplicasen penas mucho más duras a los asesinos. Pero ahí topamos con otra de las gracias de España y de la que ahora nadie se responsabiliza: la angelical blandura del Código Penal, tan progre tan progre que ha dejado a la población desprotegida y a merced de los delincuentes, de una Ley del Menor que favorece a auténticas alimañas por contar menos de 18 años y en perjuicio de los ciudadanos honrados, jóvenes o no: los asesinos de Sandra Palo (y de tantas otras) no eran dominicanos pero se han ido de rositas enarbolando su fecha de nacimiento. ¡Qué éxito para la democracia española y para sus infalibles sacerdotes!
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