Jorge Vilches
¿En qué cree la izquierda?
El socialismo se entiende como la fórmula cumbre de la historia de la Humanidad y, por tanto, debe reordenar la memoria de los españoles
La pretensión del socialismo de Zapatero es construir la identidad de la izquierda desde el poder. La cadena de contrarreformas y propuestas –crispantes en su mayor parte–, las alianzas con los partidos antisistema, y el cuestionamiento del modelo de Estado responden a un interés, evidente, y a un sistema simple de ideas.
El socialismo gobernante ha asumido los contenidos del movimiento antiglobalización. Así, abomina del “neoliberalismo” y apoya los nacionalismos integristas, el antiamericanismo, el ecologismo radical y la limosna oficial del 0,7%. La intención es que los electores confundan el socialismo con un sentimiento humanitario universal, lo que es, a todas luces, demagógico, falso e inoperante, como ya denunció Raymond Aron. Los discursos de Zapatero aparecen, entonces, engalanados de eslóganes huecos como “ansia infinita de paz” o “alianza de civilizaciones”, que, en la práctica se traducen en la venta o el regalo de armas.
El socialismo se entiende como la fórmula cumbre de la historia de la Humanidad y, por tanto, debe reordenar la memoria de los españoles. De ahí su interés por reescribir la historia de España, vencer en la guerra civil a pesar de que terminara hace 66 años, e iniciar una segunda Transición saldando cuentas. La izquierda española tiene, desde Mayo del 68, un terrible complejo de “revolución pendiente” que, en la realidad, no busca el desarrollo material, cultural y político del país, sino la configuración de la nueva sociedad en orden a los ideales socialistas, que les permita perpetuarse en el poder.
Para su idea de nueva sociedad es vital borrar algunas de las señas de identidad de lo español: la idea de nación y la base cristiana. Zapatero se ha erigido, así, en el defensor de la España plurinacional, de lo que se deduce la inexistencia de la nación española, concepto que, junto al de “patria”, ha desaparecido de su discurso. El laicismo y el relativismo moral, por otro lado, tienen su reflejo en la ley para emprender la demolición calculada de los valores tradicionales. En el caso del “matrimonio homosexual”, no se trata tan solo de reconocer y garantizar los mismos derechos a todos los ciudadanos –que es la base de la democracia liberal–, sino de desvirtuar la naturaleza y el significado de la institución. ¿Por qué, sino, la insistencia en llamar “matrimonio” al casamiento entre homosexuales, desoyendo a tantas corporaciones, e hiriendo a otro grupo numeroso de ciudadanos?
El relativismo sólo es aplicable al desmontaje de las creencias ajenas. Se impone así la dictadura de “lo políticamente correcto”, a semejanza de los totalitarismos del siglo XX. Este relativismo construye el “ciudadanismo”, aquel republicanismo cívico de Philip Pettit basado en la firmeza de un único principio: la cesión; la cesión constante en política, nombres y valores, sin importar el carácter o representatividad del interlocutor. Desde el poder, y cuando aún queda algo por ceder, los resultados pueden ser las concesiones a una banda terrorista a cambio de que deje de matar, la práctica secesión de algunas partes de España, la vuelta a la servidumbre francesa en el orden internacional, la postración ante Marruecos, o la ruptura del principio de solidaridad entre Comunidades Autónomas.
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