José García Domínguez
Las checas de Barcelona
De ahí que algunos intuyésemos una génesis siniestra tras la obsesión por el diseño aberrante y los trapitos de quinientos euros la pieza, de la izquierda caviar catalana, es decir, de la izquierda catalana
Hasta anteayer, sólo los contados pocos que nos habíamos expuesto de cerca al genuino Pasqual Maragall –el del traje blanco cruzado, su buen par de mocasines marrón clarito con hebilla dorada y la camisa azul fluorescente de seda– estábamos legitimados para hablar con propiedad de los daños colaterales de una tal vivencia estética. Pero en esto llegó el Tripartito. Cuenta en sus Diarios Witold Gombrowicz que hubo de abandonar a toda prisa la profesión de abogado y su patria, Polonia, cuando ya era incapaz de distinguir a jueces de criminales, al cruzárselos por los pasillos del Palacio de Justicia de Varsovia.
De haberlo oteado una única a vez, y aun en fotografía, cuántas páginas gloriosas no habría dedicado el autor de Ferdydurke a ese Bargalló de semblante hosco e incalificable camiseta gris plomo bajo algodón incierto a rayitas granates y verdes. Qué temblores no lo hubieran sacudido, observando esos lazos sombríos salpicados de naturalezas muertas, las corbatas que repudiaría –por horteras– el peor gañán del garito más sórdido del sur del Bronx, eclipsadas cuerdas que ahorcarían la sensibilidad más encallecida con las que gozan uniformándose los propios de Carod y el president. Qué nublados presagios de lo que ha de acontecer no le hubiesen augurado esas lóbregas lanas, la tenebrosa materia prima de la fosca librea que, invariablemente, oculta la inefable blusa parda de los que, hoy, ordenan y mandan en Cataluña. Mas, por suerte para él y quebranto de la literatura universal, el camino del exilio lo llevaría a Buenos Aires, donde lo aguardaban las falanges peronistas, deslucido sucedáneo del crepuscular espectáculo plástico que nos regalamos en Cataluña.
Viene a cuento este preámbulo textil porque es sabido que siempre existe una relación misteriosa y causal entre ética y estética. De ahí que algunos intuyésemos una génesis siniestra tras la obsesión por el diseño aberrante y los trapitos de quinientos euros la pieza, de la izquierda caviar catalana, es decir, de la izquierda catalana. Aunque –procede admitirlo– fracasamos al hurgar en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas De Quincey, en la búsqueda del soporte teórico a ese cargante exhibicionismo ornamental que los retrata. Así, nos era hurtada la fuente doctrinal de tanta plaza intransitable, tanto edificio absurdo, tanta silla coja, tanta chaquetilla perseguible de oficio y tanta patada en la vista.
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