Pablo Molina
El muro empezó a caer en Polonia
Desde que en 1945 pasara a control soviético, la población de Polonia se caracterizó siempre por su carácter refractario al yugo de Moscú
Visto con perspectiva histórica, no cabe duda de que los cambios políticos de mayor transcendencia para el conjunto del sistema soviético, que finalmente desembocaron en el derrumbe del Muro de Berlín, se iniciaron en Polonia.
Desde que en 1945 pasara a control soviético, la población de Polonia se caracterizó siempre por su carácter refractario al yugo de Moscú. Durante los años 70, el presidente Gierek, encarnó un comunismo de acusado cuño nacional como herramienta para aplacar el descontento de los polacos. En consecuencia, a lo largo de una década, su gobierno mantuvo unas relaciones distantes con la Unión Soviética en temas sensibles, como lo demuestra el hecho de que llegara a mantener relaciones formales con el Vaticano.
Con la crisis de mediados de los 70, los problemas económicos se agudizaron y la sociedad polaca empezó a hacer frente al Partido Comunista cada vez de forma menos velada. Por su parte, la Iglesia se unió a los intelectuales para arropar ese incipiente sentimiento de liberación que cada vez con más fuerza prendía en el país. En el verano de 1976, las protestas se hicieron más violentas hasta desembocar en el saqueo y destrucción de oficinas del partido comunista, lo que provocó una oleada de represión que se saldó con varios muertos y miles de detenidos. Karol Wojtyla, entonces arzobispo de Cracovia, no atacó nunca al comunismo de forma frontal, ni mucho menos llamó a los fieles a la revolución, pero su firmeza en la defensa de principios como la libertad individual o el derecho a organizar la propia vida, incompatibles con la existencia de un sistema marxista, inspiró a la disidencia católica una moral de lucha y una altura ética que le permitiría afrontar las mil vicisitudes que los tiempos le deparaban.
En 1978, Karol Wojtyla fue elegido Papa y al año siguiente visitó Polonia por primera vez en su pontificado. El delirio fue total. En el primer acto de la visita, la muchedumbre que abarrotaba la explanada estuvo aplaudiendo durante diez minutos ininterrumpidos al Papa, que recibía el cariño de sus compatriotas de pie junto a una gigantesca cruz. Durante los nueve días que duró la visita de Juan Pablo II, dio la sensación de que el poder comunista no existía. Las autoridades se vieron tan sobrepasadas que hasta dudaron en suspender las retransmisiones televisivas en varios momentos. La visita insufló a los polacos confianza en su capacidad para enfrentarse a la tiranía comunista y el orgullo de su condición nacional. Fiel a su trayectoria, Juan Pablo II no dirigió en sus alocuciones ningún reproche expreso contra el gobierno comunista, pero en todo momento hizo una defensa encendida de la dignidad del ser humano y el derecho a la libertad como don divino. Nadie, excepto el Papa, podía proclamar ese mensaje “revolucionario” en un país comunista impunemente.
En 1980, una reforma en el sistema de asignación de precios de la carne provocó una revuelta popular, que tuvo especial repercusión entre los trabajadores de los puertos bálticos, los más combativos. Así nació el sindicato Solidaridad, llamado a convertirse en la voz del pueblo polaco exigiendo libertad. En las manifestaciones de Solidaridad no se portaban pancartas reivindicativas, sino fotos gigantes de la Virgen María y de Juan Pablo II, suceso inédito en la larga historia del sindicalismo mundial. El movimiento alcanzó además gran popularidad internacional, lo que empezó a preocupar seriamente a la Unión Soviética, que comenzó a mover tropas a lo largo de la frontera con Polonia.
El ascenso al poder del general Jaruzelski endureció las condiciones represivas contra la población polaca, a pesar de que la audacia de Lech Walesa en su lucha contra la tiranía no disminuyó un ápice. En septiembre de 1981, Solidaridad realizó un congreso que fue calificado por Pravda como “una orgía antisocialista y antisoviética”. Jaruzelski, intentando no desprestigiarse ante Moscú endureció aún más las medidas represoras, declaró el estado de sitio y finalmente ilegalizó el sindicato Solidaridad, como aviso para otros países vecinos en los que los vientos de protestas populares comenzaban a azotar con fuerza los baluartes del poder rojo.
Puesto el sindicato de Walesa fuera de combate, la Iglesia pasó al primer plano de la lucha del pueblo polaco por su libertad. El Papa estuvo siempre muy cerca de los esfuerzos de sus hermanos y compatriotas, pues a través de algunos enviados personales suyos no se cansó de trasladar mensajes de ánimo a los encargados de mantener viva la ilusión por un futuro libre. El caso del sacerdote Jerzy Popieluszko es paradigmático en este proceso. El Padre Popieluszko se hizo famoso en toda Polonia por sus homilías, en las que con una valentía casi suicida hacía continuas llamadas a mantener el sentimiento religioso y patriótico entre sus fieles. Los dirigentes comunistas intentaron silenciarlo por medio de todo tipo de amenazas (estuvo incluso en prisión). Finalmente, convencidos de que nadie en este mundo haría callar a este joven sacerdote, acabaron con él. La noche del diecinueve de octubre de 1984, mientras conducía camino a casa, fue abordado por una patrulla de las fuerzas de seguridad, secuestrado, torturado y finalmente asesinado brutalmente.
El ejemplo de Popieluszko, y sobre todo de su martirio, siguió inspirando a los católicos polacos en su lucha incansable contra la tiranía comunista. El ejemplo de esta lucha sirvió también para alimentar movimientos parecidos en el resto de países del Este sometidos al comunismo hasta que a finales de los ochenta, el sistema implosionaría con la imagen gráfica del Muro de Berlín echado abajo por una multitud ávida de libertad.
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