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Pablo Molina

La extenuante vida del funcionario de la ONU

la pregunta más pertinente es si un organismo con un nivel de corrupción sólo equiparable al socialismo mediterráneo de la tríada Papandreu-Craxi-González, puede seguir impartiendo clases obligatorias de moral política

Si hacemos caso a la actual doctrina política en materia de defensa, impregnada de un antimilitarismo infantil como puede apreciar cualquiera que escuche un discurso del ministro Bono, la misión de los ejércitos es participar en labores humanitarias, bajo la suprema coordinación de una nebulosa “comunidad internacional” congregada en torno a la ONU. Con el gobierno de las ansias infinitas de paz, hemos pasado del heroico «a España servir hasta morir» a un antibelicista «de turismo solidario hasta la jubilación», que como ejemplo de progreso pacifista no está nada mal.
 
De esta concepción arcangélica, no obstante, los políticos europeos excluyen generalmente al ejército norteamericano, al que consideran tan sólo una máquina de guerra imperial. Sin embargo, como se está viendo en la catástrofe del sur asiático, la realidad suele poner a cada uno en su lugar.
 
Las primeras fuerzas armadas que llegaron al lugar de la tragedia fueron las norteamericanas, que empezaron a trabajar inmediatamente en las zonas más inaccesibles: «Los supervivientes en la remota ciudad indonesia de Keude Teunom se arracimaban ante los helicópteros del ejército norteamericano que llevaban agua, medicina y provisiones a las áreas devastadas del país más inaccesibles por tierra. (...)Una flota transportando Marines y estaciones purificadoras de agua fueron llevadas a Sri Lanka». Más de veinte buques, con miles de marinos fueron trasladados también a la zona del maremoto junto con equipos médicos, como en el caso de la ciudad de Meulaboh, una aldea de pescadores en la que se han recuperado varios miles de cuerpos. Y todo ello sin esperar a la suprema coordinación de la ONU, cuyo Secretario General, ocho días después de la tragedia afirmaba a la cadena ABC que «en lo que respecta a la recaudación de fondos, creo que las cosas van mejorando. Lo estamos haciendo muy bien hasta el momento. (...) Yo iré a Jakarta a lanzar una nueva llamada desde allí y trabajar con los líderes de la región que están también determinados a jugar un papel en esta crisis».
 
Como puede verse, los soldados norteamericanos hacen su trabajo: salvar vidas exponiendo la propia. La ONU también hace el suyo: pedir dinero y organizar conferencias.
 
Pero en la ajetreada vida de una organización internacional como la ONU, no todo es preparar reuniones de alto nivel o contar dinero. También hay momentos en los que hay que trabajar sobre el terreno, como ocurre en Afganistán, donde se denuncia que «sólo el 16% de los 4.500 millones de dólares obtenidos en la conferencia de Tokyo han ido al gobierno. El resto ha acabado en manos de las ONG’s, un término usado para referirse al staff de la ONU y las organizaciones de ayuda que invierten su tiempo en hacer compras de televisores de pantalla plana y ordenadores portátiles en el Centro Sony de Kabul. La mayor parte de los dueños del resto de las tiendas sólo les ven de refilón cuando pasan delante de sus tiendas en los todoterreno Toyota de 75.000 dólares, la mayor parte propiedad de la ONU –de ahí que se les conozca en la zona como los talibanes del Toyota–, que utilizan para ir de la oficina al restaurante y de ahí al hotel. Hay una piscina en el recinto principal de la ONU, donde las fiestas y barbacoas son habituales. El recuerdo de una fiesta celebrada el pasado mes de noviembre por los responsables de la ONU, en la que una pipa de opio pasó de mano en mano, permanece todavía fresco. Si el aburrimiento aprieta, los cooperantes pueden también practicar Tai Chi o tomar lecciones de Tango argentino». Sin comentarios.
 
Pero no es sólo que la organización dirigida por el papá de Kojo Anan sea un sumidero de fondos que difícilmente cumple su objetivo humanitario –lo que ya es motivo suficiente para mantener una higiénica distancia–, sino que la ONU se ha convertido en una amenaza para los países que quedan bajo su supervisión. Las crisis del Congo, Ruanda, Srebrenica o Sudán, por poner sólo ejemplos recientes, no han hecho sino agravarse con la presencia del personal de la ONU, pues con esa coartada moral, los regímenes dominantes han seguido perpetrando sus crímenes ante la mirada inoperante de unas tropas pacificadoras que, en realidad, no son ni lo uno ni lo otro. Si a esto se le añade que las reconvenciones de la ONU suelen favorecer a los Estados terroristas, a regímenes totalitarios antioccidentales y a ciertas bandas de desalmados que se benefician del status de «país miembro», sería ya hora de recordar que la pseudofilantrópica secta de funcionarios instalada en Nueva York –acaso para insultar más eficazmente a su anfitrión–, debe también acusar recibo del fin de la Guerra fría, condenar el totalitarismo comunista, inaugurar la glasnot (transparencia), ejecutar la perestroika y, finalmente, disolverse.
 
Mas, llegados a este extremo, la pregunta más pertinente es si un organismo con un nivel de corrupción sólo equiparable al socialismo mediterráneo de la tríada Papandreu-Craxi-González, puede seguir impartiendo clases obligatorias de moral política. En caso negativo, otra cuestión interesante será conocer cuanto tiempo más soportarán los Estados Unidos en su territorio este conciliábulo permanente, dominado por cleptócratas  procedentes del tercer mundo, cuya hostilidad hacia el país que les aloja y financia hace tiempo superó el límite de lo tolerable.

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