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Juan Carlos Girauta

¿Pero es que nadie se acuerda?

Fueron inteligentes y eficaces, pues adivinaron que resulta mucho más rentable ofrecer un pasado virtual a los muchos que no movieron un dedo –hacerles partícipes de la biografía de los pocos que sí lo movieron– que abundar en Petronila y Ramon Berenguer

Ahora se lleva mucho decir que España es una invención, una construcción de los liberales decimonónicos (así Álvarez Junco, Fox, Josep Fontana en El Mundo). Claro está que el actual concepto de nación es tributario del romanticismo, de la realidad europea del sigo XIX y de las Historias Generales que entonces se escribieron. Las categorías que manejamos precisan matizaciones cuando saltamos hacia atrás en los siglos. Lo que no parece constituir un problema para la mayoría de historiadores nacionalistas y autores de libros de texto, que llaman Confederación Catalano-Aragonesa a la Corona de Aragón, echando mano de un vocablo y de un concepto que no existía en la época estudiada.
 
Bien, el estado-nación es reciente en la historia. Pero los que le niegan a España hasta el nombre, como hacen desde siempre los medios de comunicación de la Generalitat, y prefieren "Estado español", tampoco deberían referirse a "Francia", "Alemania" o "Italia". A fin de cuentas, a finales del siglo XVIII la mitad de los franceses no hablaba francés y una inmensa mayoría de italianos no hablaba italiano a finales del XIX (Hobsbawm). Y los supuestos cuentos ancestrales alemanes que habría rescatado el filólogo Grimm se los había inventado con su hermano.
 
Al acceder al poder un nacionalista visionario y tenaz como Pujol, no es extraño que las nuevas autoridades pusieran en marcha un programa urgente de construcción nacional en toda regla. Tuvieron pronto en sus manos el presupuesto suficiente y las competencias legales para usar la principal herramienta de esa estrategia, la educación. Algunos, equivocadamente, pensamos que la precipitación con que se reexplicaba el franquismo, tan reciente, haría fracasar el proyecto porque todos los que no estuvieran en edad infantil podrían advertir las distorsiones. Y la principal distorsión se resume en una frase: Cataluña fue antifranquista.

En esa simpleza, en esa mendaz generalización, en ese cuento chino han apoyado principalmente su rediseño de la historia. Fueron inteligentes y eficaces, pues adivinaron que resulta mucho más rentable ofrecer un pasado virtual a los muchos que no movieron un dedo –hacerles partícipes de la biografía de los pocos que sí lo movieron– que abundar en Petronila y Ramon Berenguer. Supieron que interpretar la afición al Barça o al montañismo como formas del antifranquismo era infinitamente más útil que crear un país de hermeneutas de Espriu, Foix o Palau i Fabra.

Quedó pues pendiente la introspección, y el tiempo corrió, y hoy nadie con menos de cuarenta y tantos años puede siquiera sospechar que aquí hubo un grupo activo y reducido de antifranquistas, los comunistas del PSUC, rodeado de minúsculos colectivos que exhibían otras siglas. Eso es todo. Ah, y algunos franquistas que luego han contado que hacían antifranquismo desde dentro. Dos botones de muestra: uno dirigía La Vanguardia, un medio que fue muy combativo con Franco, como todo el mundo sabe; otro era Rector de la Universidad de Barcelona (del 64 al 76) y mano derecha de López Rodó. A este último héroe lo hemos visto muchas tardes junto a Julia Otero en TV3 vertiendo ácidas ocurrencias contra Aznar, que a él le parece, claro, un franquista.

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