José García Domínguez
La santidad de Zapatero
Hay algo difícil de definir, y que repugna a un espíritu sensible, en las instantáneas de esos famosos que quieren salvar a los niños de Calcuta desde las páginas del Hola. Lo delata siempre la demasiado perfecta composición del grupo ante la cámara, y también el estudiado descuido con que suelen lucir las camisetas solidarias. Se descubre porque existe una relación secreta entre la ética, la estética y el pudor que, por ejemplo, nos hacía inimaginable a Teresa de Calcuta concentrada en los pliegues de su manto antes de aparecer en una foto. Ese algo se resiste a ser atrapado con palabras, pero tiene que ver con la fotogenia de la Verdad.
A muchos, con Zapatero nos ocurre lo mismo. Y no por la manera tan suya de ofender la inteligencia de quien se preste a escucharlo, siempre recurriendo a algún anhelo pueril para escatimar el razonamiento adulto sobre lo complejo. Tampoco porque la única bandera frente a la que incline la cabeza sea la del gregarismo moral, ésa que pretende convertir en sucedáneo de las convicciones personales el mínimo común denominador de lo que deseen los demás. Ni porque su empeño por invertir el liderazgo en una carrera errática del dirigente tras los dirigidos haya degradado el discurso político, al punto de que el talante ya se afirme como negación del carácter. No. Lo que nos falla en Zapatero es el levísimo desajuste en el nudo de la corbata, excesivamente sutil para no estar muy cuidadamente calculado; y lo beatífico del semblante, exageradamente convincente para ser real.
Nadie llega a vocal de la última agrupación local del PSOE sin haber arrojado antes la inocencia y el idealismo en la primera curva del camino que conduce a la sede; cualquiera que haya pasado por la izquierda lo sabe. Ni se alcanza la secretaría general del partido sin comparecer con un retrato de Dorian Grey bajo el brazo; lo puede certificar quien viviera en España durante el último cuarto de siglo. De ahí la profesionalizada, metódica atención de los socialistas al pliegue del manto. Y también de ahí su obsesiva planificación de la espontaneidad escénica, por encima de cualquier preocupación doctrinal. Son matices muy sutiles que nunca captarán los lectores del Financial Times, pero que no escapan al ojo del observador atento que los contempla de cerca. Porque a esa mirada próxima la alerta la pureza imposible que convierte en inverosímil el metalenguaje de la santidad. Esa santidad que se consagró un once de Marzo después de que Alá y un comando de ETA cargado de dinamita coincidieran el mismo día en la ruta que conduce a Morata de Tajuña.
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