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Víctor Cheretski

Un verdugo metido a diplomático

Se sabe de sobra que uno de los principales feudos de los terroristas islámicos internacionales se encuentra en Europa, especialmente en el norte de nuestro continente. Se sienten aquí muy cómodos, ya que en muchas ocasiones gozan de estatus de “refugiados políticos”. Saben servirse muy bien de las normas humanas y democráticas que ellos mismos desprecian e intentan destruir. Y si, en algunas ocasiones, experimentan “molestias” por parte de algún u otro gobierno, en seguida encuentran un incondicional apoyo de su “quinta columna”: los “progres” europeos, históricos defensores de los verdugos frente a sus víctimas. Basta tan sólo con ver el alboroto organizado por estos individuos alrededor de la figura de Ahmed Zakáev, uno de los criminales chechenos detenido por Dinamarca a petición del gobierno ruso.

Pero no se trata sólo de Zakáev. Estos días Moscú envió a la fiscalía danesa unos testimonios del pope ortodoxo, padre Felipe Jigulin. Este sacerdote fue secuestrado en 1996 y pasó cinco meses en un campo de exterminio checheno. Pudo escapar milagrosamente, aunque con las costillas y los brazos rotos. El pope insiste en que el campo pertenecía a la banda de secuestradores encabezada por Zakáev, al que vió en varias ocasiones dando órdenes respecto a los presos.

Reconoció también al hombre que acompañó a Zakáev en el llamado “Congreso checheno”, celebrado recientemente en la capital danesa. Se trata del “representante permanente” de los terroristas chechenos en Dinamarca, un tal Asman Firzauli. En 1996 era el encargado de Zakáev para torturar y asesinar a los rehenes, en su mayoría civiles. Firzauli vive en Dinamarca legalmente y, al parecer, está reconocido por las autoridades de este país como legítimo “embajador” del cabecilla terrorista, Aslán Masjádov.

Actualmente, Firzauli organiza la defensa de Zakáev y “moviliza” la opinión pública europea en defensa de su antiguo jefe. No obstante, según el padre Felipe, fue este “diplomático” quien pegaba personalmente a los presos, los torturaba, descapitaba o mataba de hambre. Al pope le obligaba a enterrar a las víctimas. Eran centenares los que morían decapitados, por palizas, torturas o de inanición. Las condiciones eran infrahumanas: casi nadie ha podido sobrevivir. Un día Felipe tuvo que enterrar a su compañero, el párroco de la Catedral de Grozni, padre Anatolio. El sacerdote reconoció al verdugo por la televisión, a pesar de que “ha cambiado”. Bien afeitado, trajeado y sonriente ante las cámaras de las televisiones internacionales en Copenhague, el verdugo apenas se parecía al bruto carnicero con la guerrera siempre manchada de sangre de sus víctimas. Hablaba a los periodistas de los “crímenes rusos” en Chechenia. “Le reconocí por los ojos, son los de un asesino”, dijo el pope.

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