Creo que no tengo que utilizar muchas palabras para expresar mi agradecimiento por el premio que me habéis concedido. Todos los premios se agradecen. Pero este lo siento con la emoción profunda del recuerdo al amigo, al compañero, al que, como se ha dicho aquí, no quitaron la vida sino que la entregó por la causa de la libertad.
Y en estas primeras palabras quiero dejar constancia de mi admiración a todos los que desde su muerte habéis sido depositarios leales de la memoria de Gregorio a través de ésta esforzada fundación y de vuestro trabajo personal. Mi admiración -que saben que la tienen- para Ana, para Consuelo, para María. Es decir, mi admiración a su familia y a sus amigos, que compartieron su mismo compromiso.
Sabed que la figura de vuestro marido y padre, de vuestro hijo, de vuestro hermano, de vuestro amigo se engrandece y se hace más necesaria. Sabed que su trabajo en esta ciudad sigue dando frutos y que su muerte –ese es el fracaso de sus asesinos- ha hecho de Goyo una figura imborrable a la que rendimos homenaje. Hace doce años que Gregorio fue asesinado. Y doce años después seguimos comprobando hasta qué punto su legado político, la herencia cívica que dejó a la sociedad vasca, sigue vigente, nos compromete y nos inspira.
Goyo no fue un héroe involuntario, lanzado por las circunstancias a un destino con el que no contara. Gregorio Ordóñez fue un hombre que asumió de manera íntegra y consciente un compromiso sin límites, hasta su propia muerte, con el bien de la libertad. Se rebeló contra el terror y contra el miedo no sólo por un sentido de justicia que no admitía transacción.
Se rebeló por dignidad. Su ¡basta ya! -que después fue coreado por tantas voces en las calles de esta ciudad- expresó la decisión firme de no tolerar la humillación ni el sometimiento a los agentes del terror, a sus cómplices y a sus beneficiarios, a quienes lo instigan y lo legitiman.
Gregorio no fue el único, pero si fue quien con más fuerza puso voz y transmitió coraje a los silenciados de esta sociedad. Quiso demostrar que no hay que resignarse, porque la resignación y el silencio no son una forma de vida llevadera, sino el abismo al que los terroristas quisieran precipitarnos. Gregorio fue, en el mejor sentido, el gran elemento subversivo de este régimen de árboles y nueces, de falsos oprimidos, del algo habrá hecho, de verdugos convertidos en víctimas, de exilios interiores.
Este régimen asentado y consentido por el éxito del espejismo nacionalista, alentado una y otra vez por otros no nacionalistas, que prometía paz y pide a cambio el poder. Durante demasiado tiempo se creyó que lo mejor era subcontratar la solución del “problema”. No se cayó en la cuenta de que encomendamos la solución a quien era parte del problema, porque no quería, ni quiere ni querrá la derrota de una banda terrorista a la que adorna y legitima como expresión de un conflicto secular que, por definición, no puede tener solución jamás.
Los asesinos de Gregorio Ordóñez habían elegido su objetivo con precisión. Sabían lo que buscaban con el asesinato de Goyo porque sabían muy bien que por las calles de San Sebastián andaba un tipo que decía la verdad que sufrían cientos de miles de vascos; un tipo contra el que no funcionaban las amenazas y que además no estaba dispuesto a irse. Era insistente, sincero, creíble. Transgredió los límites, reclamó lo que le correspondía en el espacio público, salía a la calle con su denuncia y le resbalaban las descalificaciones con las que sus adversarios pretendían neutralizarle.
Goyo decía la verdad en voz alta y –vosotros lo sabéis mejor que yo- aquí hay muchos que pueden tolerar un murmullo pero nunca una verdad elemental proclamada en la plaza pública. Una verdad que repelía el desaliento y que vio en la aparente soledad de sus posiciones el precio inevitable –pero siempre transitorio- que a veces exige la razón. ¿Os imagináis qué respondería Gregorio si después de las dos nuevas víctimas del atentado de Barajas le dijeran que se había quedado sólo?
Pues bien, Gregorio Ordóñez nos acompaña, en eso que llaman nuestra soledad, a todos los que más allá de las siglas, desde posiciones ideológicamente distantes, con trayectorias políticas y personales muy diversas, creemos que la derrota es el único final aceptable para el terrorismo. No hay un ápice de razón que tengamos que reconocer en la trayectoria, en las motivaciones o en los objetivos de una banda terrorista.
No hay contextos en los que haya que diluir, situar o comprender sus crímenes.
No hay ninguna legitimidad de consolación que debamos reconocer ni explícita ni implícitamente. No hay ningún sistema que debamos tejer a medida de lo que los terroristas y sus cómplices estén dispuestos a hacer, sino asegurar que se someten a la ley, al juicio de los tribunales y al imperativo de reparación de sus víctimas. En todo esto, hasta hace no mucho tiempo había un acuerdo amplio y razonable, bien articulado en un pacto de Estado que yo -que ya se sabe que soy un intransigente- acepté negociar con el entonces líder de oposición.
Firmamos ese Pacto cuando quedó claro que además de estar juntos en el rechazo al terrorismo, íbamos a adoptar medidas concretas y tangibles que pusieran en práctica el compromiso de derrotar la estrategia terrorista, de negar precio político alguno y de asegurar los derechos y libertades de todos en el marco de la Constitución y el Estatuto. Impulsé la ley de Partidos –la ley que puso a Batasuna fuera de la ley- y eso se negoció con la oposición. Impulsé la ley que, por fin, hacía que los terroristas cumplieran íntegras sus condenas. ETA- Batasuna quedo identificada en la Unión Europea y en Estados Unidos como las organizaciones terroristas que son.
Ahora andan algunos rebuscando frases mías pronunciadas tras el final de la tregua de 1999. Creo que dije que “haría todo lo posible para buscar los caminos que nos conduzcan a una paz definitiva”. Y eso es justamente lo que hice. Fue justamente esa política, la de la ilegalización de Batasuna y la del cumplimiento total y efectivo de las penas, la que sabía que nos conduciría a una paz definitiva. Casi llegamos a comprobarlo. Faltó muy poco tiempo.
Hace dos años, en este mismo salón, al cumplirse diez años del asesinato de Gregorio, yo preguntaba por qué se estaba cambiando la política que estaba a punto de acabar con la banda terrorista. ¿Por qué se abandonaba una política que estaba funcionando? Llevamos dos años sin recibir respuesta. El Gobierno que yo presidía tenía mayoría absoluta y una idea clara de lo que teníamos que hacer. Pero también teníamos una idea igualmente precisa de cómo debíamos hacerlo. Y eso incluía al Partido Socialista.
Estaba firmemente convencido de que con ello dábamos credibilidad a la política antiterrorista, mandábamos un mensaje inequívoco a ETA y respondíamos a lo que la sociedad española mayoritariamente nos pedía. Pero cuanto más se defienden los mejores instrumentos de nuestra convivencia, más ciega es la descalificación que se sufre. No es la primera vez que ocurre. Defender la Transición, el pacto constitucional, los Estatutos que operaron la transformación del Estado y ahora defender el pacto antiterrorista es convertirse en objeto de la fobia de todos los que creen que el secreto para continuar en el poder radica en deconstruir, en vaciar, en desarticular el armazón de nuestra convivencia pacífica y en libertad.
Todos esos supuestos que habían quedado incorporados al consenso contra ETA de los dos únicos partidos de gobierno vuelven a enterrarse. Y si, a pesar de todo, esos principios se entierran, se habrá enterrado la esperanza. Repito, si esos principios son enterrados, enterraremos la esperanza. O para ser precisos, enterraremos por mucho tiempo la esperanza de acabar con lo que el terrorismo es y lo que el terrorismo ha sido. Es decir, acabar con la estructura criminal que vuelve a matar y cerrar el paso a cualquier intento de legitimación de su trayectoria criminal.
Todo esto, ¿para qué? ¿Para que el Gobierno y el Partido Socialista vuelvan a entenderse con los que no han querido ni quieren la derrota de ETA?
¿Para volver a entenderse con los que pactaron con ETA en Estella echarles de la vida pública en el País Vasco?
¿Para volver a entenderse con los que se han opuesto y se oponen a todos y cada uno de los instrumentos más eficaces del Estado de Derecho contra el terrorismo?
¿Para volver a entenderse con los que deslegitiman, precisamente, al Estado que tiene que asegurar la libertad de sus ciudadanos?
¿Para volver a entenderse con los que dicen querer la paz pero alimentan su poder y su libertad excluyente con la falta de libertad de sus conciudadanos?
Desgraciadamente, en nuestro país se ha convertido en un principio de gobierno que lo que funciona bien es, cuando menos, sospechoso, y casi siempre prescindible. La levedad y el radicalismo llevados al Boletín Oficial del Estado, primero destruyen acuerdos, instituciones, leyes, y marcos de organización que han demostrado eficacia y capacidad de concitar adhesión; y luego los sustituye por sucedáneos que solo se justifican dentro de un proyecto sectario y excluyente.
Por eso, un pacto de Estado, EL Pacto por las Libertades, un acuerdo de objetivos ambiciosos comprometido con la derrota de ETA, un acuerdo eficaz y comprobado, va a ser sustituido por un supuesto consenso de mínimos. Lo peor de ese consenso de mínimos no es que no vaya a tener ninguna eficacia operativa, que no la va a tener. Lo peor tampoco es que vaya a tener muchísimo menos apoyo que el Pacto por las Libertades. Lo peor es que el objetivo de ese “pacto de mínimos” ya no será la derrota de ETA, sino cómo se mantiene, a prueba de bombas, un proceso que reafirmará a la banda en la idea de que matar y negociar son dos ingredientes que entran en la misma receta. Es sólo cuestión de dosis y de tiempos para que lo que hoy es un crimen pase a ser considerado un mero accidente.
Déjenme que formule algunas preguntas en voz alta:
¿Es razonable a estas alturas un consenso que no apoye la ley de partidos? ¿Se hará ese consenso a costa de la ley que desde el año 2003 asegura que los terroristas cumplen efectivamente sus condenas? ¿Están dispuestos los integrantes de esos acuerdos a activar todos los resortes internacionales contra ETA-Batasuna?
Porque si no es así, ese acuerdo nada suma. Todo lo contrario, resta fuerzas, limita posibilidades legítimas de actuación del Estado de Derecho, desperdicia el esfuerzo acumulado, y nos devuelve a la sórdida rutina de los lugares comunes, las falsas soluciones, y los experimentos de aprendiz de brujo. En fin, la clave es la esperanza. La diferencia entre unos y otros radica en dónde y en qué depositamos nuestra esperanza. Unos depositan sus esperanzas en lo que pueda hacer ETA. En lo que ocurra en eso que llaman “ese mundo”.
Por eso nos exhortan a que prestemos atención a lo que dice este o aquel, o se dedican a fabular con supuestas escisiones, y además se jactan de saberlo de buena tinta. Son los mismos que se entregan a extravagantes ejercicios de ingeniería social con los terroristas, diseñando combinaciones de fuerzas entre blandos y duros, jóvenes y veteranos, políticos y pistoleros, críticos o disciplinados. La realidad es que la política antiterrorista no se puede hacer a base de dibujos tan alejados de la realidad, ni de entretenidos temas de tertulia.
Yo, por mi parte, no espero nada de ETA y no creo que debamos preguntarnos qué es lo que ETA puede hacer por nosotros porque, si pudiera, no haría otra cosa que matarnos. Yo no espero nada de una política en la que el Estado no confirma su fuerza y voluntad de prevalecer sino que manifiesta su debilidad. Menos aun espero que los terroristas retrocedan ante una política de apaciguamiento. Deberíamos reconocer la lógica perversa del apaciguamiento. Es la lógica del chantajista que sigue exigiendo el pago, no porque la víctima no pague sino porque ha empezado a pagar. Es la lógica de Hitler que invade Polonia, no porque Chamberlain no hiciera concesiones, sino precisamente porque las empezó hacer en Munich.
Cuidado, pues, con ciertos razonamientos, sobre todo porque los mismos que los utilizan se escandalizan luego de las consecuencias a que conducen. Mi esperanza está en el Estado de Derecho, en la movilización de la sociedad, en el impulso –como el que hoy experimentamos aquí- que nos ofrece el sacrificio de las víctimas. Mi esperanza está en la fuerza de la libertad, en el amparo de la Constitución, en el vigor de la democracia que, decidida a plantar cara a los terroristas, es capaz de derrotarles.
Como cualquiera de vosotros veo con preocupación las dificultades que está encontrando esta opción que es la de la firmeza, la de la coherencia. Pero seguimos siendo muchos los que la defendemos. Estoy convencido de que nuestra actitud, la solidez de nuestras posiciones, nuestro compromiso con una democracia en riesgo, será determinante para evitar que el aventurerismo arrastre al conjunto de las instituciones del Estado hacia una crisis generalizada en los instrumentos básicos del Estado de Derecho y de la organización territorial.
Soy un español con alguna experiencia. No estoy en el gobierno, ni en la oposición. No estoy en nada más que en la vida particular, que he recuperado, y en el desarrollo de las ideas en las que creo. Voy adonde me llaman mis amigos; estoy donde alguien cree que puedo ser útil. Me siento especialmente cercano a todos mis compatriotas cuya libertad está cercenada, cuya vida se encuentra amenazada y precisamente por ello siguen decididos a no entregarse. Soy, en resumen, un ciudadano normal y en esa condición creo que el Estado democrático tiene que utilizar todas sus posibilidades para asegurar la libertad de quienes luchan por ella.
Creo que ETA puede y debe ser derrotada y que ese objetivo implica desmantelar sus apoyos y hacer efectiva la ecuación que los iguala como terroristas a la propia banda. Creo que no puede haber impunidad jurídica, ni política, ni social para los terroristas y sus cómplices. Creo en la ley como base para la convivencia y como instrumento para que la realidad del Estado de derecho se imponga al delirio de los terroristas. Creo que no se deben negociar treguas con una organización terrorista.
Creo que es preciso quitarle a ETA la llave de la solución dialogada, ese mito probadamente falso que ETA abre y cierra cuando quiere, pretendiendo dictar en cada momento el juego que le interesa. Creo que un Gobierno puede y debe explicar sus actos, pero no reivindicar sus errores como un derecho; y creo que hay errores que cuando se insiste en cometerlos son inexcusables, y son además la expresión del miedo y de la cobardía. Creo que nunca, jamás, se debe unir el final del terrorismo con una negociación política bajo ningún nombre, y que debería quedar claro a los terroristas que no verán otra mesa que aquella en la que depositen sus armas.
Creo que las víctimas, ajenas a la tentación de la venganza, constituyen un ejemplo de confianza en el Estado de Derecho y un imperativo de justicia que nos compromete a todos. Y con estas ideas, que son un bagaje simple pero de convicción sincera, siento la satisfacción y el agradecimiento de volverme a encontrar con todos vosotros bajo el recuerdo doloroso pero querido de mi amigo Goyo.