Cuando los jueces agasajaban a Garzón
Recuperamos este extracto de El Linchamiento, de Federico Jiménez Losantos, dedicado al juez ahora condenado.
Este texto está tomado del libro de Federico Jiménez Losantos El Linchamiento, publicado por La Esfera de los libros en 2011.
Eran las dos de la tarde del 22 de octubre de 2009 cuando el médico me dejó salir de la enfermería de los juzgados de Plaza de Castilla con la nariz llena de algodón y tras prometerle un chequeo exhaustivo para comprobar cómo andaba mi salud, si es que algo en mi organismo merecía tal nombre. Llevaba mes y medio en la vorágine de esRadio, a lo que había que añadir los colgajos de las demandas y querellas pendientes, así que no me alteró los hematíes la pregunta de mi abogada, María Dolores Márquez de Prado:
—Si estás bien, deberíamos decidir sobre la demanda contra Garzón.
Íbamos en coche por la Castellana, a la altura del flamante edificio de la Mutua Madrileña. Lo recuerdo porque pensé en la comodidad de tener un seguro contra los atropellos de la Administración de Justicia y también en la dificultad de que, pese al claro negocio, una compañía de seguros se animase a fijar una prima en concepto de pago de costas, multas y fianzas.
—Yo recurriría, pero, ¿hay alguna posibilidad real de que ganemos?
—Ninguna.
—¿Ninguna, ninguna?
—Absolutamente ninguna. Después de acudir a dos o tres instancias, en unos cuantos años, seguramente sí, porque tienes razón. Ahora, contra Garzón, ninguna.
—O sea, que es mejor olvidarse del asunto.
—Si quieres, recurrimos, pero eso es lo que, con casi total seguridad, pasará. Comprendo que te indigne, porque es injusto. Pero piensa si, pese a todo, te conviene.
Recordé entonces, como en una película de cine mudo, a cámara rápida, lo que me había llevado a la demanda contra Garzón. De alguna forma, yo aún confiaba, siquiera un poco, en la justicia, porque recurrí a los tribunales cuando me atacó en su libro Un mundo sin miedo. Naturalmente, que Garzón me pusiera verde en términos políticos o ideológicos me daba igual. Un juez debería tener más cuidado que un periodista político cuando ejerce la crítica, y en los países anglosajones esa regla se observa escrupulosamente; pero ni España es un país anglosajón ni Garzón me ha parecido nunca un juez digno de ese nombre. Desde que, tras instruir el caso GAL sobre los crímenes del gobierno González en la lucha antiterrorista, se convirtió de pronto en el número 2 por Madrid de la lista encabezada por González en las elecciones de 1993, celebradas ya bajo el signo de la corrupción, he tenido la peor impresión del personaje y he sostenido públicamente las no pocas dudas que suscita su persona. Por una de esas casualidades de la vida, fueron precisamente María Dolores Márquez de Prado y su marido Javier Gómez de Liaño quienes me lo presentaron en casa de Jaime y Conchita Campmany, allá por el invierno del 1992. Garzón acababa de llegar de Washington, años antes de anunciar a la Audiencia que iba allí a aprender inglés y le sacara dinero a Botín –“querido Emilio”- para enseñarles Derecho a los americanos.
Al terminar la cena, Javier, entonces gran amigo de Garzón, me preguntó:
—¿Qué te ha parecido Baltasar?
—Insoportable.
—¿De verdad?
—¿Cuánto habrá durado la cena? ¿Tres horas?
—Algo así.
—Pues de las tres, dos horas y tres cuartos las ha pasado Garzón hablando del único tema que le interesa: Garzón.
—Es verdad que la vanidad es su punto flaco. Pero vale mucho.
—No le compraría un coche usado. Pero si hacéis una ONG para ayudar a su mujer, ¿Yayo, no?, contad conmigo. Es voluntario, claro, pero qué martirio, pobrecilla.
—Cuando lo trates más, te caerá mejor.
Afortunadamente, nunca más lo traté. Así no pudo traicionarme como hizo vilmente con Javier. Pero si yo lo ataqué no poco tras su periplo de ida y vuelta del juzgado a la política, él me la guardó. Y se explayó así en el libro citado:
Parece que la marca determinada persona, aprendiz de Rasputín y otros congéneres cuya ética no es que dude sino que no tengo duda de su inexistencia. Me refiero a esa persona o personas como Federico Jiménez Losantos, Jesús Cacho y otros de igual calaña de los que nunca se sabrá todo lo necesario para hacerse una idea clara del retorcimiento de los pensamientos, actitudes y fines venales que los guían en todos y cada uno de sus actos… Creo sinceramente que han hecho y hacen mucho daño a la democracia y que siempre han estado movidos por el resentimiento, el odio o intereses espurios. No les conozco ni una sola acción que pueda considerarse buena (…). Antes o después tendrán que dar cuenta de sus tropelías. No por tener un micrófono se puede atacar impunemente en nombre de una libertad y ética que ellos prostituyen día tras día con la mentira y la maldad.
La prosa está a la altura de la argumentación y la sintaxis es gemela de la intención. Pero, aparte de los propósitos, no hay duda de que nos llama venales y, por ende, corruptos. Luego, para ornato y refuerzo del insulto básico, añade un paisaje valorativo que impide al lector de Garzón equivocarse con respecto a nuestra conducta: “calaña”, “retorcimiento”, “todos y cada uno de sus actos”, “hacen mucho daño a la democracia”, “siempre han estado movidos por el resentimiento, el odio o intereses espurios”, “no les conozco una acción que pueda considerarse buena” o “no por tener un micrófono se puede atacar impunemente en nombre de una libertad y ética que ellos prostituyen día tras día con la mentira y la maldad”. Pero eso es sólo la coreografía de la injuria: lo esencial son las “actitudes y fines venales”, es decir, los de cobrar a cambio de mentir, como la prostituta con la que se nos compara, pero sin que pueda caber la excusa de la necesidad o la pobreza, que en nosotros es sólo un agravante de tipo moral.
Así que, por segunda vez en mi vida, decidí demandar al que me insultaba. Me han llamado de todo, pero corrupto nunca, y no será porque no hayan buscado hasta en el entresuelo de mis bolsillos. Por otra parte, la credibilidad lo es todo para el que ejerce el periodismo, así que dejar pasar esa imputación por parte de un juez de la Audiencia Nacional equivaldría a admitirla. Consulté con Cristina Peña y me dijo que sin lugar a dudas había delito, que sólo debíamos decidir si seguíamos el camino de lo penal o lo civil, de la querella o la demanda. Y como la fama de “Avida Dollars” y su obsesión por el dinero precedía a Garzón, decidí que fuéramos a la demanda, más que nada porque una multa cuantiosa —el libro había vendido cientos de miles de ejemplares tras un contrato editorial fabuloso— le fastidiaría mucho más que una condena casi gratis.
Presentada mi demanda y la “reconvencional” o de rebote de Garzón, acabaron aceptando las dos, pese a que yo acudí a la justicia cuando salió el libro de marras y Garzón nunca me había demandado por nada, pese a la necesidad de que, en palabras del aún juez, “diera cuenta de mis tropelías”. Pero lo mejor de la actuación garzonita y de la complicidad de la fiscalía y de los jueces estaba por llegar.
Para empezar, en la petición de archivo de mi demanda contra Garzón, el juez volvía a injuriarme así: “El demandante carece de la ética profesional más elemental, miente, le mueven intereses espurios y tiene una mente retorcida”. Para Garzón estas palabras “no contienen ni un solo insulto”.
Evidentemente, “carecer de la ética profesional más elemental” no es un hecho opinable, sino una injuria que, en mi caso y sin ninguna prueba que lo respalde, resulta calumniosa. Pero como Garzón también parecía instruir y juzgar ese caso, decidió que sus frases “no contienen ni un solo insulto”.
Todavía llegó a más Garzón: como lo de perseguir “fines venales” era evidentemente acusarme de mentir siempre y por “intereses espurios”, es decir, de corrupción personal y profesional, se le ocurrió una de esas trapacerías iletradas que sólo unos jueces y fiscales proclives a favorecer descarada, si no desvergonzadamente, al juez estrella, podían aceptar. El tío se sacó de la manga que al decir “venal” sólo se refería a que yo cobraba por el ejercicio de la profesión periodística, y que mi forma de informar y opinar resultaba favorecido por el estilo que usaba, pero que no quería decir en absoluto que yo vendiera mis informaciones y opiniones por dinero, sino que cobraba por mi profesión. Y la juez asintió. Y el fiscal lo respaldó. Ambos, en mi opinión, hicieron el trabajo sucio del sucísimo proceder de Garzón, porque es evidente que “venal” es considerado por el noventa por ciento de los hablantes españoles que conocen el término como sinónimo de corrompido, nunca de asalariado. Y aún es más evidente que en el contexto la injuria es inequívoca y la calumnia clamorosa.
¿Y por qué tengo la certeza moral de que ni juez ni fiscal hicieron justicia? Pues porque a lo zarrapastroso de la argumentación añadieron un comportamiento con uno y otro, es decir, con ambos demandados, que, de creer en la justicia y no temer su acendrado corporativismo, me hubiera llevado a denunciarles por prevaricación.
A mí se me llevaban los demonios ante tan escandalosa desigualdad de dos ciudadanos ante la Ley. La sensación de desamparo por semejante corrupción judicial y corporativa era desoladora. Y por si faltaba algo, el fiscal decidió salomónicamente que ni yo con mi demanda ni Garzón con la suya de rebote debíamos ser condenados, porque, al cabo, ambos éramos “personajes públicos”. El argumento hubiera valido en una disputa periodística o literaria, donde el dicterio es, desde Eurípides, un rasgo de estilo propio antes que una imputación delictiva al otro. Pero por muy público que sea, si un jefe etarra insulta a un ciudadano conocido, lo meten en la cárcel. Y no hace falta ser terrorista: si yo dijera que el juez y el fiscal prevaricaron, se me caía el pelo.
Lo que yo creo que pasó es que Garzón había cometido un delito como un piano de cola, pero yo no podía ganarle una demanda a Garzón porque era el niño bonito de la izquierda en general y del gobierno socialista en particular, que es quien nombró Fiscal General del Estado a Cándido Conde-Pumpido. En consecuencia, Garzón se inventó la demanda reconvencional para que el fiscal pudiera decir que ni para Garzón ni para mí, que pelillos a la mar, y el juez se adhirió con agradecida vehemencia a la astuta trilería pumpido-garzonesca, evitándose así el engorroso trámite de hacer justicia al justiciero por antonomasia. Que el fiscal de Pumpido y Garzón estaban compinchados no puedo demostrarlo materialmente, pero tengo la absoluta convicción moral de que fue así. Y que el juez se adhirió aliviado a esa concertación lo sabrán los que servían el desayuno al juez y a Garzón, si es que permitieron testigos. Pero los argumentos del juez para desestimar ambas querellas fueron idénticos a los del fiscal. Y se resumen en uno: Garzón atentaba contra mi honor, pero podía hacerlo. Yo no perdía en lo material, Garzón ganaba en lo moral y aquí paz y después gloria. ¿Justicia? En el Juicio Final.
Así argumentaba el juez:
¿Estas expresiones atentan al derecho al honor del señor Jiménez Losantos? (...) La respuesta al interrogante anterior debe ser afirmativa dado el significado de las expresiones vertidas y/o al demandante dirigidas y porque el contenido conjunto no se circunscribe únicamente a la categoría profesional como periodista —particularmente “carece de ética”—, sino que, de manera más o menos directa, hace una cierta calificación moral negativa de la conducta, “tener una mente y actitud retorcida-fin venal”.
En el presente, se parte de la existencia de una pública contienda entre dos personajes públicos; el primero, actor principal, por cuanto como periodista, interviene diariamente en una cadena de radio, realizando manifestaciones informativas referidas, en la mayoría de los casos, a supuestos políticos y judiciales. El segundo, actor reconvencional, por su condición de juez que interviene, también, “públicamente” en coloquios y escribe libros. De todos, es conocido la divergencia y/o diferencia ideológica de ambos, lo cual suscita en los oyentes un cierto interés en escuchar, leer o esperar resolución.
No cabe duda del carácter público del señor Garzón, no solamente por el cargo de magistrado de la Audiencia Nacional, sino más determinado por otras actividades ajenas a la Judicatura.
Respecto de la demanda reconvencional, la cuestión que se plantea tiene igual fundamento jurídico, se trata de una colisión entre derechos fundamentales (honor versus libertad de expresión e información), pero dada la profesión de periodista se debe ampliar al también demandado reconvencional el derecho a la información, reiterando, que no es patrimonio exclusivo de ciudadano-periodista, los derechos de expresión y/o información.
Hay una pequeña diferencia: mi profesión me obliga a criticar a los jueces si su comportamiento es escandaloso, y el de Garzón lo ha sido tanto que, muy pocos meses después, ha sido expulsado del cargo y tiene tres juicios pendientes por prevaricación. Pero, al margen de eso, la función social del juez no es criticar a los periodistas sino proteger su derecho a la libertad de expresión, como ordena el artículo 20 de la Constitución. Mi demanda se basa en una cadena de injurias que atentan contra mi credibilidad profesional y son, como reconoce el juez, lesivas para mi persona. Y no fueron dichas en un coloquio o debate en los medios, con la disculpa del acaloramiento o el rifirrafe dialéctico —yo nunca me hubiera querellado en ese caso—, sino publicadas en un libro redactado —mal, luego es obra suya— y corregido —fatal, por la misma razón— con premeditación y absoluta frialdad por Baltasar Garzón, que además se prevale de su condición de político para congraciarse con el fiscal y de su condición de magistrado famoso para desayunar con el juez mientras yo debo esperar en el pasillo.
Como yo recurrí ese auto, que parece un coche eléctrico de los de ZP, Garzón recurrió también. Otra vez igual: contraponer dos querellas aparentemente similares —aunque una sólo tenía el fin de estorbar a la otra— para que fiscales y jueces pudieran hacer, como diría un cristólogo, un sentido homenaje a Pilatos. Hay que reconocer que no llegaban a Anás y Caifás. Eran injustos pero no se cebaban demasiado conmigo ni me dejaban como a un “ceomo”, que así llaman popularmente al Ecce Homo en Teruel. Bastante cruz llevaba a cuestas.
La Audiencia desestimó de nuevo las dos demandas, pero haciendo constar que se limitaba a suscribir los argumentos del juez primero:
Hemos de mostrar nuestro acuerdo con lo resuelto por la juez de Instancia ya que en primer lugar, el señor Jiménez Losantos no cabe duda de que como periodista es un personaje público (...). Con respecto al señor Baltasar Garzón (...) las palabras empleadas no pueden extraerse de su contexto y ser juzgadas independientemente del mismo y más al tratarse de ser un libro de conversaciones con sus hijos en los que lógicamente quiere y debe salir al paso de las críticas que el señor Jiménez Losantos ha realizado de él en los distintos medios que ha podido utilizar.
Y aquí su señoría me perdonaba la vida —y las costas—. Mis críticas…
forman parte del derecho a la libertad de expresión que tiene el actor por lo que entramos en el ámbito de la protección de dicho derecho. No cabe duda sobre la personalidad pública del demandado. Como ya hemos dicho el señor Baltasar Garzón no sólo es magistrado de la Audiencia Nacional sino que ha sido diputado por Madrid del PSOE y alto cargo en un Ministerio, acude con frecuencia a foros en los que da conferencias, cursos y refleja sus opiniones en libros y artículos.
Pero vuelvo al diferente trato de los jueces a uno y a otro. Si una pareja que se divorcia por malos tratos del marido a la mujer acude a una vista y el juez deja en el pasillo a la mujer y recibe al marido en su despacho y le ofrece un café con leche y unas pastas antes de empezar, la mujer tiene derecho a quejarse de la parcialidad del juez. Y si el fiscal dice que, como el maltratador y la maltratada estaban casados, vaya usted a saber de quién es la culpa, se produciría un escándalo monumental. Pues bien, cuando ciertos “jueces estrella” maltratan, injurian y calumnian a ciertos periodistas, siempre encuentran colegas dispuestos a disculparlos: hoy por ti, mañana por mí. En Barcelona, que fue donde –no sé por qué- había presentado la demanda Jesús Cacho, el comportamiento de Garzón y el juez de turno fue exactamente el mismo: Garzón fue agasajado con té y pastas mientras el denunciante esperaba detrás de la puerta, sentado en un banco del pasillo.
¿Para qué iba a continuar una pelea judicial en la que, aunque tuviera toda la razón, me la iban a quitar los colegas de Garzón? Como además no me obligaron a pagar las costas, no tuve que pedirle dinero a Botín. Dice Garzón al respecto que presentar un presupuesto y pedir ayuda al “querido Emilio” no es pedir dinero. Vamos, que él, ni cohecho ni prevaricación. Es normal que tampoco sepa lo que significa venalidad. Yo, desde entonces, lo tengo clarísimo. Y como tenía mucho que hacer en esRadio y poco en los juzgados, le hice caso a mi abogada y no recurrí la sentencia. Total, para qué.
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