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SARKOZY SACA A EUROPA DE LA SIESTA, por Víctor Gago

 

(Víctor Gago – Enviado Especial, Estrasburgo) El discurso que Nicolás Sarkozy ha pronunciado este martes ante el Parlamento Europeo habrá escandalizado a tirios y troyanos. Liberales euroescépticos y federalistas partidarios del engendro constitucional arbitrado por Valery Giscard  seguro que no se habrán reconocido. El pensamiento de Sarkozy es refractario a las simplificaciones. Más que por proponer soluciones ideológicamente unívocas, se caracteriza por identificar con claridad los problemas y plantear con audacia las preguntas, ese “hablar sin tabúes” que hoy ha pedido a los representantes de esta Babel democrática, siempre al borde del caos, el colapso o la grandeza, en que se ha convertido el sueño de Robert Schumann.
 
Su defensa del proteccionismo a la europea habrá escandalizado a los que vieron en él a un nuevo líder político para el capitalismo global. Dice Sarkozy que “la palabra protección no debe prohibirse” en el debate europeísta que, según sus pronóstico, dará lugar a una Unión con mayor auto-conciencia después del fracaso del proyecto de una Constitución federalista.
 
Si los demás se protegen con barreras comerciales, ¿por qué Europa no ha de hacerlo?, sugiere. Si Europa aboga por la competencia, pero los demás practican el dumping, dice Sarkozy, ¿por qué no responderles con la misma moneda? Sin duda polémico, incluso escandaloso. Hay élites intelectuales pensando en la dirección contraria a la que propone Sarkozy. En España, FAES ha hecho suya la visión de un Área Atlántica de Libre Comercio formulada por Pedro Schwartz y otros teóricos de uno y otro lado del Océano. Pero el argumento de Sarkozy no debe despacharse, sin más, como un anatema anti-liberal.
 
Lo que el presidente francés ha dicho exactamente en el Parlamento Europeo es que “Europa no aboga por el proteccionismo, pero tiene el deber de garantizar su independencia alimentaria y energética. Europa siente apego a la competencia, pero ello no implica la aplicación de un laissez faire absoluto ni un capitalismo financiero que reconoce sólo el poder de la renta y la especulación y no apoya a los inversores”.
 
Sólo en esta idea, hay estímulos suficientes como para una controversia apasionada que tocaría algunas  de las raíces sensibles del proyecto europeo. ¿No se trataba de eso? ¿No vale la pena regenerar la democracia, volviendo a pensar una y otra vez sobre cómo nos organizamos, contratamos e intercambiamos?
 
El presidente francés ha dicho a los eurodiputados que la UE “tiene un papel que desempeñar en la moralización del capitalismo financiero”.
 
Es una vieja idea, ésta de la moral de los intercambios humanos. Recorre Europa desde el pensamiento aristotélico y su doctrina del interés social de la propiedad. Impregna la Escolástica tardía de Salamanca. Domingo de Soto, uno de sus máximos exponentes, defiende la propiedad privada, la moralidad de los préstamos y la libertad de cambios monetarios, pero todo, nos dice, debe estar orientado al bien común, a una finalidad social trascendente al propio intercambio. Los grandes teóricos del capitalismo han sido a la vez grandes filósofos morales. Adam Smith es el ejemplo más genuino. Esa  vieja idea también es Europa. Está en la Rerum Novarum de Leon XIII, en el Concilio Vaticano II y en la Centesimus Annus de Juan Pablo II.
 
Pero lo relevante no es que la doctrina de un “capitalismo moral” esté en la base misma de la civilización europea. Lo que cada uno entiende por esa idea es sin duda materia controvertida. Lo relevante es que Sarkozy está hablando a los europeos el viejo lenguaje de la política, el de la pasión por la Verdad. No tiene miedo a los problemas, sólo a las preguntas incorrectas que dan lugar a falsas soluciones. Él habla de la necesidad de que la política sirva para que los europeos “nos amemos unos a otros”. Se refiere a la Europa que ha vivido dos guerras, los horrores del fascismo y el comunismo, cientos de millones de muertos,... Palabras como “pasión” o “amor” suenan y significan distinto en boca de un político que se acuerda. Nada que ver con lo que significan cuando las dice un político cuyo proyecto consiste en falsear sistemáticamente el pasado y el presente, como ocurre mucho más cerca de nosotros.
 
Se vio durante su campaña electoral hacia El Eliseo que Sarkozy no es un político fácil de etiquetar. Hubo, en España, analistas que lo ubicaron tendenciosamente en el ala más conservadora, afeándole su enérgica respuesta como ministro del Interior a los disturbios ocasionados por inmigrantes en París, en 2005. Ésta era, en general, la posición de la Prensa izquierdista volcada en la oportunidad de maridar políticamente a Rodríguez Zapatero con Segolene Royal como nuevos líderes de la Europa ensimismada.
 
Y hubo, también, quien desde sectores de opinión más próximos al PP creyeron encontrar en Sarkozy a un liberal con valores conservadores, una aleación canovista muy cotizada en el partido refundado por Aznar.
 
Ni sus decisiones (integrando ministros de trayectoria izquierdista en el Gobierno) ni las ideas que ha empezado a defender en sus intervenciones como presidente de la República se compadecen con ese grado de esquematismo.
 
Su discurso al Parlamento Europeo, el primero desde que fue elegido en julio jefe del Estado, incita a poner la identidad europea en el primer plano de la Unión y a que las cuotas del trigo o la leche, las tasas, el reparto de votos en el Consejo o la asignación de parlamentarios a cada país dejen de acaparar el talento y la energía de los políticos europeos.
 
La UE presume de haber superado su crisis constitucional con el Tratado de Lisboa del pasado 19 de octubre, alcanzado in extremis y de madrugada, pero Sarkozy ha advertido a los eurodiputados que la crisis sigue abierta, que Lisboa sólo ha puesto un parche a las instituciones europeas, pero la crisis más grave, la crisis política, de identidad y de visión, sigue tan viva como cuando franceses y holandeses rechazaron el Tratado Constitucional. Mientras no tengamos claro qué es ser europeo, y de dónde viene este acervo, Europa no estará en condiciones de integrar la diversidad, opina el presidente francés.
 
Sarkozy anima a volver a discutirlo todo, a revisarlo todo. Otra invitación escandalosamente audaz para cualquier eurócrata. ¿Volver a pensarlo todo? ¿ Revisar “sin tabúes” las políticas agraria, fiscal, monetaria, comercial,...? Propone un Tratado más reducido que la farragosa Constitución pergeñada por Giscard. Es su conocida campaña por un Tratado Simplificado. Sarkozy cree que es parte de la solución, si los Estados europeos saben identificar correctamente los valores de la civilización de la que forman parte.
 
Su discurso no ha defraudado las “grandes expectativas” que Hans Gert Pöttering ha declarado al introducir al presidente Sarkozy por primera vez en la Eurocámara. A nadie ha dejado indiferente su paso enérgico por el “corazón palpitante” de Europa, que es como ha definido el Parlamento de Estrasburgo.
 
El portavoz de los socialistas, Martin Schultz, ha denunciado el recelo de Sarkozy hacia la integración de Turquía, que los socialistas europeos, de pronto, consideran una prioridad para la Unión. El presidente francés se ha reunido con los distintos grupos, antes de su intervención en la Cámara, y, según ha explicado después el portavoz socialista, Sarkozy dejó claro que promoverá la firma de un acuerdo preferencial con Turquía, pero se opondrá a su plena integración.
 
Está dispuesto a predicar con el ejemplo, a abrir debates y a tomar posiciones. No sólo aboga por una identidad europea clara como base de su ordenamiento político, sino que toma posiciones en los problemas concretos que afectan a esa crisis de identidad.  Basta de discursos diletantes, parece decir este hombre menudo que piensa y actúa a un ritmo quizá demasiado trepidante para el tiempo espeso de la burocracia europea.
 
Si algo cabe atribuirle con bastante exactitud es esa actitud del Profeta descrita por Mateo en el Evangelio: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz sino espada”. La espada de Sarkozy no es para epatar a la burguesía, como pretendieron sus compatriotas finiseculares, sino para abrir los problemas en canal y observarlos con nuevos ojos, con los ojos de la verdad radical.

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