L D (Agencias) Los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea celebran este domingo en Luxemburgo una reunión restringida en la que tratarán de limar sus diferencias en torno al destino final de la Constitución europea. Después de dos años de parón, a raíz del fracaso de la ratificación del Tratado constitucional en Francia y Holanda, ha llegado la hora de decidir qué hacer con el proyecto.
En la cumbre de la próxima semana en Bruselas los gobernantes europeos deberían llegar a un acuerdo sobre una reforma rápida y limitada del texto original que permita superar los procedimientos de ratificación en los 27 estados miembros. Pero la UE se encuentra dividida en dos bloques: en un lado están los "amigos de la Constitución", es decir, los 18 países que ya la han ratificado -entre ellos España, mediante referéndum- más otros cuatro que no lo han hecho pero no plantean objeciones.
En el lado opuesto se sitúan cinco estados -Polonia, Reino Unido, Holanda, la República Checa y Francia- que exigen cambios importantes para poder aceptar cualquier nuevo tratado. Polonia y el Reino Unido se anuncian como los escollos más difíciles, porque exigen modificaciones que afectan al "núcleo duro" del acuerdo de 2004, esto es, el paquete de reformas institucionales ideado para reequilibrar el poder y permitir que funcione la Unión ampliada.
Varsovia pide que se cambie el sistema de voto en el Consejo de ministros, la institución decisoria de la UE, y que el mecanismo de doble mayoría previsto (55% de estados, 65% de la población) se corrija aplicando la raíz cuadrada al cálculo de la población. La modificación tiene por objeto no sólo aumentar el peso de Polonia sino sobre todo rebajar el poder de Alemania, que se convierte con el procedimiento de la doble mayoría en el timonel insoslayable de la UE.
La demanda polaca amenaza con abrir la caja de Pandora del acuerdo institucional tan laboriosamente ensamblado durante la negociación de la Constitución y que interconecta el sistema de voto en el Consejo con el tamaño de la Comisión Europea, los escaños en el Parlamento y la limitación de la capacidad de veto.
Por su parte, el Gobierno británico quiere reintroducir el veto en materia de justicia, suprimir la Carta de Derechos Fundamentales y eliminar la referencia a la primacía del Derecho comunitario sobre el nacional, entre otras exigencias. La canciller alemana, Angela Merkel, quien durante las últimas semanas se ha entrevistado prácticamente con todos sus homólogos para sondear el terreno, ha propuesto ya renunciar al formato y simbolismo de la Constitución europea y volver al esquema de los tratados clásicos.
Se trata de una "concesión fundamental", como reconoce la canciller, que los amigos de la Constitución estarían dispuestos a hacer siempre que la "esencia" de ella quede recogida en el futuro tratado. De lo que se trataría ahora, según el plan trazado por Alemania, es de olvidarse del título "Constitución", cambiar el nombre a todo aquello que pudiera sugerir la transformación de la Unión en un estado (como haberle dado al Alto representante el tratamiento de "ministro") y dispersar por los tratados actuales las innovaciones principales del malogrado tratado constitucional.
En el mejor de los casos, esta operación de camuflaje, encaminada a presentar como distinto lo que en la práctica sería lo mismo con el fin de facilitar la ratificación por los renuentes, sacrificará la claridad, sencillez y legibilidad de la Constitución. Pero ni siquiera está garantizado que vaya a bastar el maquillaje para salvar la "sustancia" constitucional. En el "cónclave" ministerial de mañana por la tarde en Luxemburgo la Presidencia de turno alemana comprobará si las divergencias son o no irreconciliables.
En la cumbre de la próxima semana en Bruselas los gobernantes europeos deberían llegar a un acuerdo sobre una reforma rápida y limitada del texto original que permita superar los procedimientos de ratificación en los 27 estados miembros. Pero la UE se encuentra dividida en dos bloques: en un lado están los "amigos de la Constitución", es decir, los 18 países que ya la han ratificado -entre ellos España, mediante referéndum- más otros cuatro que no lo han hecho pero no plantean objeciones.
En el lado opuesto se sitúan cinco estados -Polonia, Reino Unido, Holanda, la República Checa y Francia- que exigen cambios importantes para poder aceptar cualquier nuevo tratado. Polonia y el Reino Unido se anuncian como los escollos más difíciles, porque exigen modificaciones que afectan al "núcleo duro" del acuerdo de 2004, esto es, el paquete de reformas institucionales ideado para reequilibrar el poder y permitir que funcione la Unión ampliada.
Varsovia pide que se cambie el sistema de voto en el Consejo de ministros, la institución decisoria de la UE, y que el mecanismo de doble mayoría previsto (55% de estados, 65% de la población) se corrija aplicando la raíz cuadrada al cálculo de la población. La modificación tiene por objeto no sólo aumentar el peso de Polonia sino sobre todo rebajar el poder de Alemania, que se convierte con el procedimiento de la doble mayoría en el timonel insoslayable de la UE.
La demanda polaca amenaza con abrir la caja de Pandora del acuerdo institucional tan laboriosamente ensamblado durante la negociación de la Constitución y que interconecta el sistema de voto en el Consejo con el tamaño de la Comisión Europea, los escaños en el Parlamento y la limitación de la capacidad de veto.
Por su parte, el Gobierno británico quiere reintroducir el veto en materia de justicia, suprimir la Carta de Derechos Fundamentales y eliminar la referencia a la primacía del Derecho comunitario sobre el nacional, entre otras exigencias. La canciller alemana, Angela Merkel, quien durante las últimas semanas se ha entrevistado prácticamente con todos sus homólogos para sondear el terreno, ha propuesto ya renunciar al formato y simbolismo de la Constitución europea y volver al esquema de los tratados clásicos.
Se trata de una "concesión fundamental", como reconoce la canciller, que los amigos de la Constitución estarían dispuestos a hacer siempre que la "esencia" de ella quede recogida en el futuro tratado. De lo que se trataría ahora, según el plan trazado por Alemania, es de olvidarse del título "Constitución", cambiar el nombre a todo aquello que pudiera sugerir la transformación de la Unión en un estado (como haberle dado al Alto representante el tratamiento de "ministro") y dispersar por los tratados actuales las innovaciones principales del malogrado tratado constitucional.
En el mejor de los casos, esta operación de camuflaje, encaminada a presentar como distinto lo que en la práctica sería lo mismo con el fin de facilitar la ratificación por los renuentes, sacrificará la claridad, sencillez y legibilidad de la Constitución. Pero ni siquiera está garantizado que vaya a bastar el maquillaje para salvar la "sustancia" constitucional. En el "cónclave" ministerial de mañana por la tarde en Luxemburgo la Presidencia de turno alemana comprobará si las divergencias son o no irreconciliables.