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DISCURSO ÍNTEGRO DE AZNAR

Por su interés informativo reproducimos a continuación de forma íntegra el discurso pronunciado por Aznar en Viena:

Vivimos tiempos difíciles. Hay una sensación generalizada de crisis y de desorientación ante fenómenos nuevos y complejos.

Habrá que abordarlos sobre la base de los principios políticos que han cimentado las sociedades abiertas y libres que hoy conforman Europa. Y habrá que evitar las ideas perversas y equivocadas que están en el origen de los desastres más trágicos de la historia de Europa.

Mañana será 8 de mayo. Hace sesenta y cinco años acabó una de las pesadillas de nuestra historia con la derrota del régimen nacionalsocialista. Un régimen basado en una ideología perversa basada en la supremacía de los derechos de un grupo sobre los de los individuos.

Después del 8 de mayo de 1945, media Europa continuó sojuzgada durante décadas por otra pesadilla comunitarista, el socialismo real.

Incluso tras su derrota, simbolizada por el derribo del Muro de Berlín en 1989, reapareció en los Balcanes la violencia más cruel impulsada por el nacionalismo excluyente. Otra vez una ideología que pone por encima de las personas supuestos derechos de grupos con las consecuencias que todos recordamos.

Estos tres episodios trágicos de la historia de Europa ilustran a la perfección cómo la negación de los principios cívicos mediante ideologías identitarias y comunitaristas lleva al enfrentamiento y a la supresión de las libertades individuales. 

Creemos en la libertad religiosa como un derecho inalienable de las personas, que sostiene las sociedades abiertas. Por eso es tan importante evitar el laicismo como ideología de Estado que busca negar a la religión su presencia en el espacio público.

Permítanme citar la Constitución española, que encontró una fórmula para conjugar la aconfesionalidad del Estado con el reconocimiento pleno de las creencias religiosas en la sociedad española. Y debemos tener siempre presente que la libertad religiosa protege la decisión y la voluntad libre de las personas.

Creo que, si observamos el devenir histórico sin apasionamiento, en Europa ha acontecido y acontece lo que en otras partes del mundo ha acontecido y acontece: hay una lucha continua a lo largo del tiempo a favor de la civilización y un esfuerzo continuo, no siempre exitoso, para evitar la caída en la barbarie.

Y ese proceso es así porque, como escribió Kant, a partir de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto

Quizás ahora se explicarán por qué yo no comparto  eso que se ha dado en llamar el choque de civilizaciones. No creo en ese choque, tan profetizado por algunos, porque dudo de que la palabra “civilización”, al menos en la teoría y en la práctica políticas, pueda y deba usarse en plural. Sería más correcto y preciso, en mi opinión, considerar que la civilización es una -con distintas expresiones culturales, con diferentes experiencias históricas, sustentada en diversas creencias y raíces religiosas-,  pero una única civilización.

Lo creo así porque, por encima de esas circunstancias históricas, culturales o religiosas, se pueden, y se deben, reconocer valores comunes deseables para todos. Se pueden y se deben afirmar porque existen.

Al contrario, hablar de civilizaciones, en plural, implica dar por hecho que existen mundos distintos, equivalentes y cerrados, cada uno con sus dogmas.

Esos dogmas fundamentales, al verse como absolutos en su mundo cerrado, son incompatibles con los del otro. E, inevitablemente, esos mundos cerrados tenderán a enfrentarse de forma destructiva. 

Y esto genera dos grandes problemas: el fundamentalismo y el relativismo. Ambos son trampas que debemos evitar.

Por un lado está la trampa de los fundamentalismos, a la que quieren arrastrarnos las ideologías basadas en identidades cerradas y excluyentes. Ese riesgo existe tanto en el mundo islámico como en buena parte de las sociedades europeas.

Debemos recordar que la mayoría de las víctimas del terrorismo yihadista son hoy musulmanes. Los musulmanes que en Irak apoyan la construcción de una democracia, y quienes en Afganistán quieren evitar el retorno de la barbarie sectaria de los talibanes.

Por otro lado, está la trampa del relativismo, que lleva a sociedades fragmentadas, sin principios sólidos que fundamenten los límites al poder. Y el límite al poder es el respeto a los derechos humanos, clave de cualquier orden civilizado: el valor superior de la vida humana y de la dignidad de cada persona. No caben excepciones por supuestas razones culturales, o de raza o de religión a la universalidad de estos derechos.

Desde el punto de vista internacional el relativismo lleva a contemplar con indiferencia el regreso a la barbarie con la ingenua pretensión de que el incendio de la casa de nuestro vecino no nos afecta para nada.

Porque si nada es censurable por ser una peculiaridad de una supuesta civilización, todo -hasta los peores crímenes- terminará por ser aceptado, aunque no nos parezca aceptable.

Por eso nunca he creído que fuera necesario establecer ninguna Alianza de Civilizaciones. Lo realmente necesario es trabajar por una Alianza de los Civilizados. Y civilizados los hay en todas partes, aun cuando la estructura política o social dominante no lo ponga fácil. La figura del disidente nos muestra que el hombre siempre puede encontrar el modo de mantenerse fiel a la civilización. Y esta idea creo que también es aplicable a la Europa de hoy, en especial en su modo de abordar la relación con el Islam de dentro y fuera de nuestras fronteras.

Frente al fundamentalismo y al relativismo, creo que lo que hay que reivindicar con fuerza es la civilización. Porque lo que de verdad nos une son unos mismos valores esenciales, que debemos mantener vigentes en toda circunstancia para no regresar a la barbarie.

¿Por qué Europa, a pesar de las dificultades, ha sido un éxito? Porque reconoció ese sustrato común de civilización. Porque respetó las distintas herencias nacionales, culturales, religiosas y políticas. Porque creó naciones sobre la base común de la ciudadanía. Y porque organizó un sistema eficaz de cooperación política entre naciones que promoviese la paz.

¿Cómo se concretan esos valores en relación con la realidad política y social del Islam? Al abordar la realidad compleja del Islam, la política tiene que dar una respuesta basada en la primacía de la persona sin excepciones.

El hecho religioso está presente en todas las sociedades incluso en aquéllas donde la religión ha estado o está proscrita. La política debe reconocer este hecho desde la garantía de la dignidad y la libertad de las personas y de su responsabilidad.

Los que creemos que la vida y la dignidad de la persona son los bienes superiores, sabemos que hay que respetar y proteger al que es distinto, al que piensa diferente, al que tiene otras creencias. Esto se resume en la Ley como garantía y límite para todos y la tolerancia como actitud hacia quienes son diferentes.

Ahora bien, respetar a las personas no significa compartir o asumir sus ideas ni sus creencias religiosas. No todas las ideas son legítimas como tantas veces nos recuerda el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Es más, a veces hay que combatir ideas perniciosas, incluso cuando parecen defendidas por medios pacíficos, para evitar que acaben con los principios de la convivencia civilizada.

En Europa tenemos la amarga experiencia de no haberlo hecho a tiempo a veces durante el siglo XX. El resultado fueron los horrores de Auschwitz y el Gulag.

El pluralismo tampoco puede amparar ningún fenómeno de discriminación en contra de la igualdad esencial en dignidad y derechos de todas las personas, por encima de circunstancias personales, ideas o creencias. Ese es uno de los compromisos esenciales de las sociedades decentes y libres.

Quienes participan de ellas –vengan de donde vengan, hayan nacido aquí o allá, tengan unas determinadas creencias o no- deben asumirlo y respetarlo. Los poderes públicos tienen la obligación de garantizarlo para todos.

Esto nos lleva a otro gran valor político de la civilización:  el valor de la democracia abierta.

La democracia liberal es la única fuente de legitimidad para un Gobierno. Es un instrumento abierto a la participación de todos para buscar juntos el bien común, sobre la base de la ley y del respeto a la tolerancia y al pluralismo.

Ello implica elegir libremente, con reglas claras y estables, a un gobernante que se ocupa, por un tiempo limitado, de lo que es común a todos, y que ejerce el Gobierno respetando las leyes y, lo que es aún más importante para todos: la vida y la dignidad de las personas.

Las democracias europeas deben abrirse a la presencia en su seno del Islam, sobre la base de todos estos principios que sustentan la civilidad en las distintas naciones europeas. Por tanto, las democracias europeas pueden reclamar a los musulmanes (como a los creyentes de cualquier otra religión) que su forma de participar en la vida común incorpore estos principios.

Eso significa que la persona debe prevalecer sobre el grupo.

Que la libertad religiosa, dentro del respeto a la convivencia, debe ser un derecho reconocido y garantizado para cada persona.

Las distintas democracias europeas han constituido distintos sistemas que garantizan este principio general. Y el modo correcto de afrontarlo es el civismo y no la ideología grupal o la obsesión identitaria.

También hay que tener en cuenta que la libertad religiosa no puede ser una excusa para socavar otras libertades o principios políticos como la igualdad jurídica de hombres y mujeres o la igualdad de todos ante la ley. Ni tampoco el principio de la primacía de la ley.

Europa debe aplicar estos mismos principios a su acción exterior. No tenemos un problema con el Islam. Tenemos un problema, y un problema grave, con el yihadismo y con los radicales y con quienes desde allí derivan hacia la intolerancia y la violencia. Y ese problema lo compartimos con los musulmanes de todo el mundo, dentro y fuera de Europa. Es un problema de la civilización.

En este sentido creo que es ilustrador lo que sostiene mi buen amigo Walid Phares.

No podemos caer en la simplificación comunitarista al hablar del Islam. Hay que observar, entender y actuar en consecuencia.

Quienes han elegido la vía de la violencia, del terrorismo yihadista, merecen la aplicación de la ley. Las sociedades libres, en su legítimo derecho a defenderse, deben afrontarlos con toda la determinación.

La amenaza a la civilización es general: en lo que llamamos Occidente y en los países musulmanes, que pueden quedar presos de la barbarie como sabemos que ocurrió en Europa y vemos hoy en demasiadas partes del mundo. Hay que utilizar toda nuestra fuerza moral y determinación política para acabar con esta amenaza.

Para quienes son radicales en su concepción religiosa, pero no han elegido aún la vía del yihadismo, hay que vigilar que no deriven hacia formas de delincuencia terrorista. Pero hay que enfrentarlos dialécticamente para desenmascarar sus contradicciones y la perversidad de sus ideas. Y aplicar la ley cuando su acción traspase el límite de lo jurídicamente tolerable en democracia.

El musulmán que quiere vivir con nosotros debe asumir los principios políticos que fundamentan nuestra sociedad. No creo que deba sentirse excluido ni amenazado. Al contrario, puede ser un aliado imprescindible para la consolidación de sociedades abiertas y tolerantes, la derrota de los yihadistas y el debilitamiento de los radicales.

Por último, es importante apoyar a los musulmanes que son demócratas y han asumido su fe y sus creencias en una sociedad abierta. O que trabajan para que sus países también sean sociedades abiertas. Esos son aliados en nuestros principios y les debemos apoyar con determinación fuera de nuestras fronteras.

No nos debemos resignar a una Europa debilitada y fragmentada en guetos identitarios. Es posible mantener los principios de nuestras sociedades abiertas y acoger a personas que profesan unas determinadas creencias y quieren usar el espacio público con respeto por los principios constitutivos de las democracias.

Tampoco tenemos que resignarnos a la falta de libertad y de democracia en buena parte de los países musulmanes. Europa tiene que ser consecuente con sus principios políticos también en su acción exterior. Reclamar el derecho a la libertad religiosa en todo el mundo debe formar parte de esa acción exterior.

Sólo siendo consecuentes con todos los principios políticos que sostienen el orden de la democracia liberal abordaremos con éxito los desafíos que para Europa y el Islam suponen las ideologías identitarias: que el temor, el recelo y el desconocimiento puedan trasformarlos en lo que no desean ser.

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