(Iván Solera) El R8 es todo nobleza, es sorprendentemente fácil llevarlo deprisa. No es un vehículo muy exigente, pero hay que tener en cuenta el caballaje que hay tras nuestra espalda.
Está claro que no es el más idóneo para moverse por ciudad. A la incomodidad de entrar y salir del habitáculo hay que sumarle su escasa visibilidad trasera, poca maniobrabilidad, unos frenos poco dosificables a baja velocidad y un cambio brusco en la salida desde parado.
Todo esto es poco relevante cuando hablamos de un deportivo como éste, es un peaje que hay que pagar para disfrutar de sus aptitudes en carretera. Por autopistas la limitación la impone la ley, si tienes la suerte de rodar por autopistas de velocidad libre podrás volar bajo con el R8. Va totalmente aplomado, apoya sin apenas inclinar y las firmes suspensiones no castigan en exceso la espalda en modo normal, en Sport el tarado se endurece y alguna junta de asfalto se antoja inapropiada.
Llegamos a una zona de curvas retorcidas y descubrimos el potencial del V8 en aceleración. Sales de las curvas como un rayo, sin apenas pérdidas de tracción y con todo bajo control. Segundos después llegas a la siguiente curva, bajas marchas con la leva izquierda frenando, siempre hay frenada de sobra y tienes que resetear el cerebro para pisar el pedal de freno muchos metros más tarde de lo que pensabas. El coche baja de velocidad instantáneamente sin descontrol de la trasera, apoyas, no balancea y abres gas con pocos miramientos. El sistema de tracción integral se encarga de repartir el par motor si las condiciones lo requieren.
¿Y si llega a sobrevirar? Si se suelta la trasera es porque lo has provocado, seguro. Si llega a pasar, es impresionante la suavidad de reacciones y lo controlable que llega a ser.
Conclusión, un auténtico capricho para disfrutar de la conducción deportiva y las sensaciones al volante con un completo equipamiento y sin la tosquedad típica de muchos deportivos. Carne de circuito para sus afortunados propietarios.