En el camino de la sierra, pero todavía sin llegar a ella, Torrelaguna es el último pueblo de la campiña madrileña –sí, por supuesto que Madrid tiene una campiña– y es otro ejemplo de las villas de Madrid en las que una historia imponente y un patrimonio más que interesante se dan la mano.
En su caso, ese viaje al pasado destaca por ser la villa cuna de un personaje clave de la historia de España: el Cardenal Cisneros, que fue uno de los grandes protagonistas de uno de los grandes momentos de España.
Francisco Jiménez de Cisneros, que así se llamaba, llegó a regir los destinos del reino en dos ocasiones y a él debemos, entre otras muchas cosas, el sistema actual de nombres y apellidos y la universidad más antigua de la Comunidad de Madrid, la Complutense, que a día de hoy sigue siendo la más grande.
No es de extrañar que se le recuerde en Torrelavega con una cruz y un escudo de piedra en la fachada del Ayuntamiento, uno de los dos edificios que definen la monumental plaza mayor de la villa y que el propio Cardenal creó como almacén de grano. Es una sencilla pero hermosa construcción de dos pisos, con soportales de piedra y una balconada de madera al que se entra por una puerta señorial y casi palaciega, en la que llama la atención su gran arco apuntado.
Pero siendo el ayuntamiento un edificio notable, la Iglesia de Santa María Magdalena es sin duda el gran tesoro de la villa. Ya desde el exterior nos impresiona por su monumentalidad y también por su forma peculiar, con las capillas que se ven desde fuera como si la gran construcción hubiese ido creciendo orgánicamente, un poco a su aire.
Obviamente, lo más vistoso de ese exterior es la torre, cuadrada, gruesa y recia, pero al mismo tiempo estilizada por el grácil chapitel de su parte superior y las curiosas decoraciones, similares a nervaduras de una bóveda, de sus paredes. Por cierto, también la pagó el propio Cardenal Cisneros, siempre presente.
Las fachada principal es austera, con un par de puertas sencillas pero elegantemente decoradas. La entrada se hace por una tercera puerta, más recargada y bastante espectacular, en la que se mezclan de una forma especialmente sutil elementos góticos y renacentistas, pero sin perder ese refinamiento austero, tan castellano, tan madrileño.
En el interior, que está lleno de cosas en las que hay que fijarse, resulta especialmente deslumbrante el retablo mayor de madera de un brillante color oro. Barroquísimo de mediados del siglo XVIII, uno se pierde en su millón de detalles que acompañan, rodean y casi abruman a tres bonitas tallas: la de María Magdalena a la que está dedicada la iglesia, la de San Isidro Labrador y, frente al que fue su esposo, la de Santa María de la Cabeza, cuya presencia allí tiene un motivo más allá de su santidad: también nació en Torrelaguna y qué menos que dedicarle ese homenaje a la paisana.
Alrededor de la espectacular plaza mayor hay un puñado de estrechas calles con todo el sabor de un pueblo de los de siempre. En ellas hay algunas casonas del siglo XVII que dan cuenta de la prosperidad de la villa en otras épocas y que han sido usadas, en ocasiones, para rodajes de películas.
Quizá la más destacada es el espectacular Palacio de Arteaga, ejemplo de un palacio noble, pero hay otras más de las que al menos hay que acercarse a conocer la fachada: el palacio Salinas, la casa Vargas con su portada renacentista…
Anterior a estas casas, pero igualmente muy interesante, es la antigua alhóndiga, un edificio peculiar de dos plantas, con una arquitectura popular castellana realmente bonita en la que se mezclan la mampostería, la madera, el adobe y el ladrillo. Restaurada no hace mucho, ahora es uno de los muchos restaurantes interesantes de Torrelaguna.
Con casas y casonas es una zona para recorrer a pie, tranquilamente y a poder ser deteniéndose en los muy buenos bares y restaurantes y las aún mejores panaderías y pastelerías, conocidas en buena parte de Madrid y a las que acuden muchos –incluso desde la capital– en ocasiones especiales, por ejemplo a la hora de hacerse con sus exquisitos roscones de reyes.
Otro elemento interesante son los restos de la muralla, a la que popularmente se conoce como árabe pero que data de finales del siglo XIV, de cuando Torrelaguna se convirtió en villa. Sin embargo, al parecer entonces se construyó sobre otra anterior, así que quizá la sabiduría popular no anda desencaminada del todo. La puerta del Santo Cristo de Burgos es quizá el lugar en el que más fácil es ver parte de lo que era esta cerca medieval.
Decíamos al principio que Torrelaguna es el límite de la campiña madrileña, la antesala de la sierra, y esa situación pone al alcance de la villa un entorno que es muy interesante, por varias razones.
Una de ellas es la Atalaya de Arrebatacapas, una curiosa fortificación que forma parte de un grupo de torres levantadas por los árabes entre los siglos IX y XI. Eran los primeros puestos del sistema defensivo de Toledo: desde estas atalayas se debía avistar la llegada de enemigos que atravesasen con ánimo belicoso los pasos naturales de la sierra. Como casi todos los sistemas defensivos de la historia, al final no sirvió de mucho, pero más de mil años después y con ese nombre tan hermoso, ahí sigue la Atalaya de Arrebatacapas como un lugar especial desde el que acercarse a la historia al tiempo que vemos un paisaje fascinante.
Además, desde Torrelaguna, nacen algunas rutas que vale la pena recorrer: por ejemplo, la carretera M-124 que lleva a La Cabrera es una de las conocidas por sus curvas y su belleza paisajística; y también de la villa sale la vía que nos lleva a uno de los pueblos más conocidos de esta parte de la Comunidad de Madrid: Patones.
Por su propio interés, por su historia, por su gastronomía, por los paisajes que lo rodean… cada uno puede elegir la razón o las razones que prefiera para visitar Torrelaguna, lo que es seguro es que, sea cual sea el motivo que nos lleve hasta allí, no nos sentiremos decepcionados.