Hay un rincón, al oeste de la Comunidad de Madrid, con un peculiar paisaje de montañas cubiertas de pinos y encinas y separadas por valles en los que serpentean los campos de cultivo. El verde de los árboles y los colores de la tierra se ven moteados de rocas aquí y allá, donde aflora el fondo granítico que marca en buena medida el carácter del territorio y que es, lo veremos más adelante, importante en nuestra historia.
En este entorno distinto, en este pedazo de tierra un poco encajonado entre las últimas estribaciones de la sierra de Guadarrama y las primeras de la de Gredos, encontramos una de las subzonas de la denominación de origen vinos de Madrid, la de San Martín de Valdedeiglesias.
Se trata de un área que abarca nueve municipios –entre ellos el propio San Martín y otros como Cenicientos, Navas del Rey o Cadalso de los Vidrios– en los que hay diecisiete bodegas inscritas en la DO que producen aproximadamente un cuarto del vino de la región. Además, aunque nuestro viaje hoy va a ser sobre todo por y con el exquisito vino que producen estas bodegas, en el entorno más cercano encontramos otros reclamos no menores para el viajero: el Pantano de San Juan, el Castillo de la Coracera, el Monasterio cisterciense de Pelayos de la Presa, las rutas perfectas para los senderistas o incluso los atractivos gastronómicos que nos sorprenderán en no pocas de estas localidades.
A un paisaje peculiar le corresponden casi siempre viñedos peculiares y los de esta zona lo son: muy distintos entre sí y, al mismo tiempo, con características propias entre las que está el pequeño tamaño de los campos –"aquí con dos hectáreas eres capitán general", nos dice Ricardo Moreno, presidente de la cooperativa Cristo del Humilladero– y, por qué no decirlo, su belleza: viñas que trepan por laderas empinadas, que suelen tener árboles como almendros, viejos pinos u olivos entre las vides y que por alguna razón resultan especialmente placenteras a la vista del viajero que las recorre.
Y, aunque eso será lo primero de lo que se dará cuenta y apreciará el viajero que visite alguna de estas bodegas, la magia de los vinos y la viticultura de este rincón de Madrid no sólo se debe al aspecto de sus viñedos: el suelo es casi granito puro, nos explica Rafael Aguilar de Tierra Calma, enseñándonos un rincón en el que se ve con claridad cómo la tierra en la que arraigan sus vides va recibiendo poco a poco los sedimentos que la erosión de la roca madre granítica deposita con cada lluvia, cada helada, casi cada racha de viento.
Este suelo da lugar a unos vinos brillantes, muy minerales, deliciosos, elaborados sobre todo a partir de variedades que llevan siglos adaptándose a ese ambiente, a esa tierra y al clima cambiante de la zona. Son sobre todo dos, la garnacha de Gredos y la albillo blanco, cada vez más apreciadas por los expertos en vino, las páginas en internet y las guías de calificación. Y, por supuesto, por los buenos aficionados, en muchos casos de fuera de España: no pocas bodegas venden una parte importante de su producción, algunas incluso la mayoría, en el extranjero.
Poco a poco esos vinos están ganando un merecido prestigio y con ello también atrayendo más atención sobre la zona y sus propuestas de enoturismo, que a su vez sirven para que más y más personas conozcan los caldos en un círculo virtuoso en el que todo el mundo gana.
No es extraño, por tanto, que las bodegas estén prestando más atención a este turismo de apasionados del vino que, cada vez más, es una parte significativa de su negocio. Tampoco lo es que, de forma natural, en una zona relativamente pequeña haya una cierta especialización y cada empresa ofrezca experiencias diferentes y con carácter propio, lo que por supuesto hace el conjunto mucho más atractivo.
En el caso de Tierra Calma, por ejemplo, hay una apuesta por la calidad que trata de atraer a un cliente de alto nivel. Las experiencias que ofrecen empiezan en la bodega, que está en el casco urbano de San Martín de Valdeiglesias. Es sencilla, funcional, pero esencial para entender lo que se verá después, cuando se conozca el precioso viñedo.
Lo visitamos con Rafael Aguilar, su propietario, con el que paseamos entre las viñas, tachonadas de almendros y olivos, que ascienden por la ladera de una colina hasta asomarse al fondo de montañas. Las vides son las más típicas de la zona: la garnacha de Gredos que trajeron los monjes de Pelayos –algunas nuevas pero otras con más de medio siglo de vida– y la albillo real.
En lo más alto de la propiedad una moderna –pero al mismo tiempo perfectamente integrada en el entorno– sala de catas se abre a unas vistas bellísimas que nos recuerdan lo espectacular que es este rincón de Madrid.
Allí, clientes de todo el mundo prueban los vinos de la bodega y los acompañan con jamón y embutidos de primera –"aquí ponemos cinco jotas", me dice Rafael con un punto de orgullo– y hasta con unas chuletillas de lechal cocinadas a la brasa con los sarmientos de las últimas podas, no olvidemos que aquí todo gira en torno del viñedo.
"Uno de los principales problemas que tenemos es que cuando terminamos las experiencias la gente no se quiere marchar", me cuenta Rafael con una sonrisa de oreja a oreja, lo cierto es que estando allí, con la brisa acariciándonos y ante ese paisaje, no nos extraña nada.
Los viñedos de Las Moradas de San Martín están en lo alto de una de las colinas montañosas, si nos permiten la contradicción, que definen el paisaje de este rincón de Madrid.
Si en esta zona todos los viñedos tienen ese aire de espacio recién arrebatado a la naturaleza virgen, en los de Las Moradas esta sensación es todavía más fuerte: aprovechando espacios casi inverosímiles las vides perfectamente cuidadas se extienden en los huecos que dejan grupos de árboles y con pinos entre ellas, pero lo hacen con una elegancia insólita. El efecto es una maravilla.
Entre su oferta enoturística hay alguna idea ciertamente interesante y novedosa, como la unión de la visita al viñedo, los vinos y la observación del cielo con las llamadas "catas bajo las estrellas".
Se trata de una idea que la bodega desarrolla en colaboración con la empresa especializada Astroafición y de la que nos habla Alejandro Carreras, encargado de campo y segundo enólogo de la bodega. Una actividad de unas tres horas de duración que se celebra durante todo el año.
Empieza con una visita al viñedo al atardecer, en un momento en el que es todavía más especial –"la luz es siempre preciosa a esas horas", nos cuenta Alejandro– y en la que se explican los trabajos que se están desarrollando en ese momento en el campo. Luego se traslada a los grupos a la bodega y allí, mientras se prueban los vinos, se instala un telescopio entre las barricas y se mira lo que en cada momento sea más interesante de la cúpula celestial: "Se observan Júpiter, Saturno, la luna, nebulosas…". Sin duda, una forma diferente de acercarse al mundo del vino.
Bernabeleva, por su parte, es una de las decanas de la zona. Su bodega es un moderno y práctico edificio junto a la carretera, pero sus viñedos están metidos hasta el fondo en la hermosa naturaleza del área: sólo llegar a ellos es parte de la aventura de su propuesta ecoturística.
Lo hacemos con su enólogo Miguel Maestre, que nos lleva por estrechos y no muy arreglados caminos de montaña hasta pequeñas pero preciosas parcelas, algunas también rescatadas de esa naturaleza salvaje que había ganado mucho terreno en las últimas décadas ante el abandono de la agricultura que, aquí como en tantos rincones de España, marcó las últimas décadas del siglo pasado y las primeras de este.
Miguel nos explica que sus visitas turísticas suelen ser largas y muy personalizadas: se hacen en grupos pequeños con los que recorren los mismos viñedos por los que pasamos nosotros. Los visitantes se sumergen en esa enología tan ligada a la naturaleza para, después de haber conocido el origen de todo, ir a la bodega a descubrir el final del proceso: cómo se elaboran los vinos y, por supuesto, cómo saben.
Las visitas a la cooperativa del Cristo del Humilladero son diferentes, ya que se centran en el propio edificio que está en Cadalso de los Vidrios, aunque también ofrecen rutas a caballo. Y no es de extrañar, nacida como una cooperativa en los años 50 estamos ante una bodega con un especial encanto de otra época, de las que probablemente no quedan muchas.
Enormes depósitos de cemento, testimonio de un momento en el que se hacía muchísimo más vino no allí sino en toda España, llenan prácticamente todo el espacio disponible. Con unos cierres de hierro completamente vintage que contrastan con el amarillo, rojo, o gris de las paredes. En algunos de ellos en lugar del mosto fermentándose de hace décadas se guardan las botellas para que envejezcan a una temperatura perfecta.
Durante la visita también se pueden ver tinajas, entre las que algunas son, a buen seguro, más que centenarias, en las que se envejecen vinos selectos del catálogo amplísimo de una bodega que, fiel a su carácter cooperativo, tiene muchas referencias y muchos tipos de uva diferentes.
Además de la visita y la cata, la oferta de Cristo del Humilladero incluye comer en la propia bodega, con unos menús a un precio muy competitivo e incluso con un "cocido bodeguero" con el que se puede completar una jornada de primera y, sobre todo, en un entorno de primera.
Hemos resumido cuatro de ellas pero todas las bodegas de la comarca tienen, como no puede ser de otra forma, propuestas para los viajeros. No dejen de aprovecharlas, no dejen de conocerlas, no dejen de visitar un rincón de Madrid sorprendente e inesperado, porque quién se iba a imaginar que ahí, a poco más de una hora de la capital, está una de las zonas vitivinícolas más interesantes de España.