Allí donde Madrid vuelve a ser tierra de vino, de garnacha y de garbanzo

De variedades tradicionales de uva a un cultivo aparentemente tan humilde como el garbanzo, el este de Madrid nos sorprende con una cara muy gourmet.
Un reportaje de Carmelo Jordá

Donde las últimas estribaciones de la sierra de Guadarrama casi se tocan con las primeras de la sierra de Gredos, rozando el límite de las provincias de Madrid y Ávila, encontramos unos valles de paisaje delicioso de pinares y encinares y con una climatología algo peculiar: tanta sierra da un aire de alta montaña a pesar de que no estemos tan altos y las lluvias suelen ser más habituales que en casi todo el resto de la Comunidad de Madrid.

Allí, en unas condiciones que al ojo profano le parecen casi imposibles, una colección de estupendas bodegas está haciendo un esfuerzo ímprobo por recuperar dos variedades de uva tradicionales, que siempre han estado entre las típicas de Madrid y con las que, además, se están elaborando vinos de mucha calidad y, sobre todo, de mucho carácter.

Las visito en una mañana de sol y nubes todavía blancas pero que anuncian la tormenta que llegará por la tarde, como llegó la tarde y la noche anteriores. Incluso desde el coche me doy cuenta de que el campo está vibrante, esplendido y lleno de vida tras el agua que ha caído en mayo, el verde de pinos y vides es casi rabioso y el aire está tan limpio que parece todavía más transparente de lo normal.

Bernabeleva: sumergirse en la naturaleza

Mi primera parada es en Bernabeleva, una de las bodegas con más solera de la zona, que tiene un práctico y moderno edificio cercano a la carretera. Desde allí su enólogo, Miguel Maestre, me lleva a alguna de sus parcelas en un destartalado pero encantador coche antiguo, que podría estar en una colección pero hace algo mucho mejor: brincar por los montes con una ligereza sorprendente.

Porque para llegar a los viñedos de Bernabeleva hay que sumergirse en la naturaleza como no había visto en ninguna bodega en mi vida: aunque estamos en una tierra que ha sido de vino desde siempre, muchas explotaciones se abandonaron décadas atrás y los pinares y los encinares han ido reclamando lo que era suyo.

Además, tal y como me cuenta Miguel, dado que por las características del suelo la producción nunca fue muy abundante, en algunos viñedos se hacía un "doble cultivo", así que aquí y allá viejos olivos se mezclan con las viejas viñas –algunas tienen más de 100 años– en un resultado que incomoda todos los trabajos de viticultura pero supone un lujo para la vista.

Hablando de viñas, hay que hablar también de variedades, porque si en cualquier lugar son importantes quizá en este lo sean aún más: casi todos los viñedos de Bernabeleva son de dos tipos de uva intrínsicamente madrileños, arraigados en la zona desde la edad media, adaptados al suelo pobre y las condiciones climáticas únicas: la garnacha y el albillo real, que no hay que confundir con el albillo mayor, con el que hay más diferencias que semejanzas.

La primera es, la mayor parte de ustedes lo sabrán, una uva tinta, mientras que a partir de la segunda se extraen vinos blancos. Unos y otros son distintos, con un carácter muy especial, al menos en este rincón de Madrid.

La extensa ruta por los distintos viñedos que hago con Miguel Maestre es similar, me dice, a las visitas turísticas que organizan, que suelen ser largas y muy personalizadas, en grupos pequeños que recorren las viñas, se empapan de la naturaleza que las rodea y, finalmente, van a la bodega a saber cómo se elaboran los vinos y, por supuesto, cómo saben.

Tras seguir un recorrido similar también cato uno de los tintos de garnacha en la sala de barricas de la bodega. No soy experto y no les aburriré con una explicación técnica, sólo les diré que es un vino sorprendente, por supuesto muy especial y, sobre todo, aunque no descarto que esto sea mi propia sugestión tras recorrer el viñedo, quizá el que más me recordaba al paisaje del que nace que haya probado nunca. Y es un paisaje bellísimo, por si no ha quedado claro.

Las Moradas de San Martín: un pago muy especial

Para llegar a mi siguiente parada tengo que subir un pequeño puerto de montaña: una carretera estrecha, de esas en las que parece que no van a poder cruzarse dos coches, se empina a través de un bello pinar, que sólo en lo más alto se abre a unas vistas espectaculares.

Allí, tras unos últimos metros por un camino de tierra, está Las Moradas de San Martín, en un alto en el que una brisa suave refresca el ambiente y rebaja la dureza del sol, que ya parece que vaya anunciando otra tormenta.

Me recibe Alejandro Carreras, encargado de campo y segundo enólogo de la bodega, que me acompaña a recorrer a pie los viñedos ubicados en el Pago de Castillejos, que están prácticamente junto al edificio. De nuevo las viñas se extienden en claros que parecen arrebatados a la naturaleza circundante y que van adaptándose al perfil de la propia colina, los caminos y los grupos de grandes rocas graníticas que aquí y allá roban unos preciosos metros de cultivo.

La mayor parte son vides viejas, las hay de incluso más de cien años, y de nuevo son de garnacha y albillo real. Los campos serpenteantes están también esplendorosos de las últimas lluvias, aunque para la vid el agua haya llegado tarde y en el inoportuno momento de la floración. Junto a los caminos, una colección de plantas aromáticas exuberantes hace más agradable el paseo y nos llena de fragancias, que al final también llegan, de alguna forma, al vino.

Alejandro me cuenta los distintos formatos de visita turística que ofrecen y en los que no sólo se trata de conocer el viñedo, la bodega y catar el vino, que por supuesto se hace, sino que hay muchas más opciones: catas en el propio viñedo o bajo las estrellas –el cielo de la zona es espectacular– o combinadas con una visita al cercano monasterio cisterciense de Pelayos que tiene todo el sentido, pues fueron sus monjes los que introdujeron la garnacha en la zona. La experiencia es, en suma, como el propio vino: personalizada y única.

Ya en la bodega catamos uno de los tintos que se elabora de forma 100% ecológica, en barricas de roble que sacan todo el brillo de la peculiaridad de la viña y de su terreno y que tiene por resultado un vino intenso, mineral, delicioso. Una vez más me seduce el carácter tan peculiar que tiene, aunque todavía lo hará más al probar el blanco hecho con albillo real, aromático de pera y membrillo y de un sabor que llena la boca como pocos blancos lo hacen, lo que permite maridarlo prácticamente con cualquier plato, tal y como me asegura Alejando: "Cuesta creerlo, pero te lo puedes tomar hasta con un cocido".

La Garbancera Madrileña

Y hablar de cocido y hacerlo en Madrid nos lleva de la mejor manera posible a nuestra siguiente etapa: estamos en Quijorna y más concretamente en la Huerta La Floresta, acompañados por José Francisco Brunete de la Cruz, agricultor, agrónomo y un hombre que ha dedicado buena parte de su vida laboral a recuperar los cultivos tradicionales de una zona en la que "se sembraban garbanzos, algarrobas, cereales…".

De allí eran buena parte de los cereales y las legumbres que se consumían en Madrid, en muchos casos a través de redes de comercio familiares: las tiendas en la capital eran de primos o hermanos de los productores y todo quedaba más en casa y era más sencillo. Pero como tantas cosas del campo madrileño, casi todo aquello se perdió a mediados del siglo pasado, cuando la emigración a la gran ciudad se convirtió en masiva.

A José Francisco le interesaba sobre todo recuperar el cultivo más tradicional de su zona: el garbanzo, y para ello se puso en contacto con el Instituto Madrileño de Investigación y Desarrollo Rural, Agrario y Alimentario (IMIDRA), donde se habían desarrollado y registrado unas variedades específicamente adaptadas al clima y los suelos de Madrid, y que él empezó a sembrar hace ya 25 años.

"Es un garbanzo parecido al pedrosillano, pero es distinto, es puro madrileño, por eso lo estamos recuperando, porque Madrid era tierra de garbanzos, son suelos que se adaptan muy bien a las leguminosas, y por eso hay esa tradición del cocido", nos cuenta.

El cultivo funcionó bien y fue creciendo en la zona hasta que, ya en 2017, a iniciativa de algunos alcaldes y de la mano de unos cuantos agricultores más, se lanza La Garbancera Madrileña, que preside el propio José Francisco y "se dedica a recuperar las tradiciones alrededor del cultivo del garbanzo y a promocionar el turismo gastronómico y cultural en los pueblos".

Hoy en día los agricultores de La Garbancera siembran unas 200 hectáreas y cosechan unos 100.000 kilos al año, aunque este 2023 "está siendo muy difícil para el campo". La iniciativa está teniendo un notable éxito y José Francisco agradece el apoyo de la Comunidad de Madrid – "Ayuso ha venido a alguno de los cierres de la Ruta" nos comenta a modo de ejemplo–, así que hace dos años se dio el siguiente paso que era constituir una cooperativa.

Explorando un "superalimento"

"Es un garbanzo al que hay que dar un poquito más de cocción, pero es muy mantecoso, está muy rico", me dice José Francisco que además explica que es "un superalimento" por todas sus buenas cualidades: "Aporta proteínas, hidratos de carbono, minerales, ácido fólico… y con un índice glucémico que es la mitad que el de una patata".

Así, uno de los proyectos en los que está involucrada La Garbancera Madrileña es en el desarrollo de productos a partir de los garbanzos: se han creado ya hasta 80 distintos, algunos tan sorprendentes como yogures o quesos, y otros incluso se han presentado en sociedad, como una "ensaladilla madrileña" en la que "hasta la mayonesa" está hecha a partir de nuestra legumbre.

A esto se le unen actividades más enfocadas a que los viajeros se acerquen a la zona, como unas jornadas que se celebrarán este verano o la Ruta del Garbanzo Madrileño que ya lleva varias ediciones y tiene lugar durante el invierno. En ella participan restaurantes de todos los pueblos que forman parte de la asociación y se ofrecen platos basados en el garbanzo de gran calidad y a precios más que razonables.

Como pueden ver, La Garbancera Madrileña es toda una sorpresa, pocos proyectos son capaces de integrar tanto y tan bueno: recuperar cultivos tradicionales, investigación alimentaria, gastronomía, turismo… y con algo tan humilde, al menos aparentemente, como los garbanzos de toda la vida. Pero eso sí: a los garbanzos –o las viñas de variedades tradicionales, como hemos visto antes– se les suma mucho esfuerzo, no poca inventiva y toneladas de cariño por el producto y por la tierra.