La única forma de impedir que los “curiosos” revienten los carísimos sistemas de seguridad de los productos electrónicos de consumo es que no existan. Que publiquen completas las especificaciones técnicas de sus consolas, tanto de hardware como de software. Así, no habrá nada que averiguar.
Claro que, en ese caso, ¿cómo podrían asegurarse los de Nintendo de que sólo ellos fabrican y venden su hardware y su software? ¿Cómo impedir que un listillo en otro país se ponga a fabrica su propia réplica perfecta de la última maravilla de la Gran N y venderla sin permiso? Ahí es donde está el verdadero delito. Nintendo es dueña de sus inventos y tiene derecho a venderlos en régimen de exclusividad. Para eso se han gastado sus cuartos en investigación y desarrollo. Cualquiera que viole ese derecho debería ser considerado como un delincuente.
Otra cosa son los juegos que un aficionado pudiera desarrollar en su casa. Esos juegos amateurs, tan llenos de defectos como de ingenio, deberían poder ser vendidos por su creador, como el producto de software que es. Pero Nintendo tendría que dar su visto bueno. O quizá no. Y también es distinto que una persona o un grupo de aficionados modifiquen su hardware (de su propiedad, a riesgo de estropearlo todo) para lograr que la consolita haga algo para lo que no estaba diseñada, que ver a unos sinvergüenzas haciendo negocio a costa del esfuerzo de otros.
En resumen: una cosa es el robo y la suplantación de actividad empresarial, y otra la mera modificación de un producto (a escala personal, no industrial).