Pocas veces pensamos en ellas y en su importancia, pero la calidad de vida de los países occidentales depende de ellas. Son imprescindibles para que el agua caliente llegue a los hogares, para que la luz se encienda al tocar un interruptor, para que radiadores mantengan las viviendas calientes durante el invierno o para conseguir que nuestros vehículos puedan andar, porque son las que facilitan la materia prima necesaria.
Se trata de las infraestructuras críticas, aquellas que proporcionan recursos básicos y esenciales a una nación, cuyo funcionamiento es indispensable y no permite soluciones alternativas. En España hay un organismo que se encarga de su seguridad, el Centro Nacional para la Protección de las Infraestructuras Críticas (CNPIC), dependiente directamente de la Secretaría de Estado de Seguridad del Ministerio del Interior.
Pero en un mundo globalizado como el actual, en el que los recursos provienen de cualquier parte del planeta, la necesidad de garantizar la seguridad de este tipo de infraestructuras centra parte de los quebraderos de cabeza de las empresas de seguridad, conscientes además de que muchas de las materias primas y sus rutas de llegaba hasta los usuarios finales se encuentran en regiones políticamente muy inestables.
África, Hispanoamérica, Oriente Medio o el Cáucaso son una muestra de esas regiones de importante inestabilidad donde el planeta tiene buena dosis de sus reservas de petróleo, gas o materias primas esenciales y donde los gobiernos locales de turno son en muchas ocasiones incapaces de asumir el control de unas instalaciones e infraestructuras que en la mayoría de las ocasiones les supone su principal fuente de ingresos.
Los riesgos a los que están sometidos infraestructuras lineales y desatendidas como los ductos son muy variados y dependen mucho del tipo que sean. En algunas zonas uno de los principales problemas son el tapping o perforación ilegal del oleoducto con el objetivo de robar el combustible. Algo más fácil de lo que se puede pensar en una red que se extiende a los largo de tres millones de kilómetros por todo el planeta.
Esta técnica está muy extendido, sobre todo, en países de África o Hispanoamérica. Estos robos no sólo privan a los operadores de los ingresos que les daría el producto robado y les generan los costes de tener que volver a reparar la infraestructura, sino que en algunas ocasiones, al hacerse sin la técnica de ruptura adecuada, ha provocado fuertes explosiones que han causado centenares de muertos en algunos países.
Además de hacer frente a otras amenazas convencionales, como la intrusión no autorizada, el vandalismo, las rupturas accidentales por obra civil o incluso el robo de cable, la industria del petróleo y el gas también debe lidiar con otros fenómenos más recientes como las acciones terroristas (en Argelia enero de 2013 hubo 37 empleados extranjeros fallecidos) o los ataques cibernéticos.
La multinacional europea Thales es una de las empresas que más recursos está poniendo en el mercado actualmente para poder dar protección a este tipo de instalaciones. Con contratos en países tan dispares como Turquía, Bolivia, Emiratos Árabes Unidos, Siria, Argelia o Irak, sus propuestas van más allá de la última tecnología en controles de acceso, medios antiintrusión perimetral o iluminación disuasoria.
La integración de la fibra óptica enterrada bajo los ductos, apoyada por sensores hidrofónicos y/o detectores de movimiento, permite a los operadores de gas y petróleo tener conocimiento en tiempo real de cualquier incidencia que se esté produciendo, lo que facilita el envío de patrullas móviles con videovigilancia embarcada en vehículos con sensores optrónicos.
Incluso más allá, el uso de aviones no tripulados (UAV) como el Fulmar, permiten la monitorización y vigilancia de oleoductos o gaseoductos, permitiendo una cobertura mayor que la que restan las patrullas de vigilancia en vehículos todoterreno y con tiempos de respuesta mucha menores. Desde que un sensor alerta de una incidencia hasta que se reciben imágenes en tiempo real apenas pasan unos minutos.
En algunos casos donde las necesidades de seguridad son muy elevadas y el entorno físico lo permite, se opta por la vigilancia de largo rango (long-range surveillance) mediante el uso de radares y cámaras de larga distancia. Este tipo de tecnología proviene de entornos militares y se puede utilizar en áreas marinas o desérticas donde es posible detectar la amenaza a muy larga distancia para activar todas las medidas de protección y anticipar la respuesta.