Al fin Daniel Rodríguez se ha apiadado de mí y ya dispongo de un blog que me permita escribir cuando tenga algo que decir, superando la tiranía de la columna de cada viernes. Espero, amable lector, que este formato te resulte, también a ti, más cómodo, directo y participativo.
Entremos en materia. La crisis política en Egipto nos presenta algunas paradojas dignas de atención que ponen patas arriba la estructura del clásico silogismo aristotélico.
Todos sabemos que el régimen nasserita es una dictadura militar malamente disfrazada de democracia parlamentaria. Es este régimen el que ha entrado en crisis al ser incapaz de dar respuesta a las legítimas demandas sociales y al escandalizar a propios y extraños por su rampante corrupción.
Sin embargo, la gente que se ha echado a la calle para exigir la retirada de Mubarak y el inicio de un proceso de transición hacia un régimen más representativo afirma categóricamente que la institución militar es la más prestigiosa del país, la única en la que dicen confiar.
Parece, pues, que los egipcios distinguen entre el generalato, partícipe de la oligarquía política, y la oficialidad y soldadesca, enraizadas en la sociedad. Sus esperanzas estarían puestas en los mandos apolíticos, los únicos con la legitimidad y el poder para forzar la salida de Mubarak y la apertura de un proceso de cambio. Estas esperanzas explicarían el sobresaliente papel que está jugando el general Omar Suleiman, hasta hace unos días máximo responsable de los servicios de inteligencia y ahora Vicepresidente. Suleimán tiene ante sí dos retos inmediatos: mantener la disciplina en las Fuerzas Armadas, garantizando así la estabilidad del régimen, y quitar a las fuerzas de la oposición la iniciativa.
El primero, a estas horas, parece conseguido a costa de evitar el uso de la fuerza. Las tropas desplegadas no se enfrentan con los manifestantes, charlan y confraternizan con ellos. Protegen los edificios públicos con el mínimo coste político posible. El segundo ya está en marcha, las contramanifestaciones "espontáneas" que buscan asustar a los revoltosos y dar la imagen de que una parte de la sociedad está con el régimen. Aquí está la clave y donde ambos retos se encuentran. Las Fuerzas Armadas no atacan a los manifestantes, pero no les defienden de las partidas organizadas por los servicios de seguridad.
La paradoja está servida hasta que resulte insostenible mantener la ficción de que el régimen y las Fuerzas Armadas no son lo mismo, pero ése será otro capítulo.