Libia-Suez
La crisis de Suez fue uno de los hitos de la diplomacia europea en los años de la Guerra Fría. Tras dos guerras mundiales el Viejo Continente había perdido ya la primacía mundial, pero trataba de encontrar su sitio en un nuevo entorno internacional. El proceso de descolonización estaba para entonces muy avanzado. Los imperios eran cuestión del pasado. Se trataba entonces de saber hasta qué punto las potencias europeas podían ejercer su influencia en otras regiones del planeta. Suez fue un severo correctivo aplicado por el nuevo hegemón, por unos Estados Unidos que rechazaban la posibilidad de mantener hábitos coloniales. Aquella humillación dejó cicatrices aún muy visibles en la conciencia europea.
La participación franco-británica en la Guerra de Libia comienza a recordar el episodio de Suez. Estados Unidos no ha entendido el porqué, el cómo y el para qué de la operación, pero en esta ocasión no ha presentado ningún veto. Deja hacer y aquí está el problema. No es una misión de la OTAN, aunque esta Organización se deje utilizar como agencia especializada. La dirección corresponde a un “grupo de contacto” en el que la responsabilidad final recae en muy pocos.
La evolución de los acontecimientos apunta a una guerra que se prolongará mucho más de lo aconsejable. De una zona de exclusión aérea se pasó al apoyo aéreo a los rebeldes. De un bloqueó a la entrada de armas se mudó a la entrega de armamento ligero a las fuerzas antigubernamentales. Aún así, sin fuerzas terrestres aliadas la derrota de Gadafi parece improbable. Está en juego la credibilidad franco-británica para llevar a cabo una operación de estas características y con ella la del conjunto de Europa. Si en Suez las potencias europeas tuvieron que retirarse humilladas por el mandato norteamericano, en Libia puede escenificarse la incapacidad de esos mismos estados para actuar como gran potencia en un entorno global.