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Los crímenes por los que jamás será juzgado Jorge Rafael Videla

Videla se ha ido a la tumba llevándose los más oscuros secretos de su sangriento mandato. Hasta el último de sus días se enorgulleció de su obra.

Videla se ha ido a la tumba llevándose los más oscuros secretos de su sangriento mandato. Hasta el último de sus días se enorgulleció de su obra.
El dictador Jorge Rafael Videla, en una imagen de archivo

Murió manteniendo que nunca había matado a nadie, que sus manos estaban limpias de sangre. Videla se fue el viernes 17 mayo de 2013, vanagloriándose de su sangrienta obra y del apacible sueño del que disfrutaba cada noche tras los barrotes. Hasta la última. Tras las rejas, el responsable de la muerte de 30.000 personas dejó establecido cuál quería que fuera su epitafio, detallando los motivos por los que quería ser recordado. Ni los vuelos de la muerte, ni los bebés robados. Ni el terror, ni la sangre, ni los cadáveres que aún esperan ser encontrados en algún lugar. "[Quiero ser recordado] Por la honestidad de mi conducta pública y privada, pero también por la prudencia de mis decisiones no carentes de firmeza", aseguró en su última entrevista, a la revista española Cambio 16. Afortunadamente, el epitafio nunca escriben los que se van.

Pero lo peor de la muerte de Jorge Rafael Videla no fue que se fuera a la tumba convencido de que sus crímenes eran "necesarios" y legítimos. Tampoco el vergonzoso indulto del que disfrutó durante años. Ni siquiera el repugnante historial de provocaciones que pronunció desde prisión, o que le contó al periodista Ceferino Reato en el imprescindible libro la Disposición Final. Lo peor de Videla no fue lo que contó ante Tribunal o los focos; lo peor fue lo que calló. Lo que ahora, permanecerá callado para siempre.

Los nombres de los más de 300 argentinos que aún hoy viven una vida que no es la suya, porque fueron arrancados de los brazos de sus madres al nacer. Los cadáveres que no arribaron a las costas, y que se perdieron en la inmensidad del océano al que fueron arrojados cuando aún vivían. Los campos de tortura que jamás se localizaron. Los datos, las fechas, los nombres de los esbirros a los que Videla encomendó "hacer desaparecer" a miles de personas. Los jerarcas que, tras asesinar a sangre fría, vivieron tres décadas más sin acercarse a un tribunal y responder ante sus crímenes. Los cómplices que participaron de las más infames brutalidades, y cuyos nombres se llevó a la tumba. El incuantificable dolor causado a toda un nación.

"Se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera; cada desaparición puede ser entendida como el enmascaramiento, el disimulo de una muerte" dijo Videla en el segundo de sus juicios. Ahora, él también ha "desaparecido", pero con indisimulado orgullo por su sangriento legado. Videla no es sólo, como decía Mario Benedetti "un muerto de mierda" que se marchó sin tomar la última cena. Es la prueba de que hay cosas que la muerte, aunque se lleve a sus socios, jamás podrá aliviar.

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