Acaba de comenzar en el Vaticano el Sínodo de la Familia. Sobre las cuestiones teológicas, antropológicas y pastorales, se ha discutido mucho, y más que se discutirá. Pero, al margen de tan apasionantes asuntos, el proceso al que estamos asistiendo tiene también su utilidad de cara a dilucidar una pregunta que se plantea cada vez con mayor insistencia en los medios de comunicación: ¿es el Papa Francisco de izquierdas, o incluso de extrema izquierda?
Motivos para la pregunta no faltan, sin duda. A ella dan pie, en primer lugar, sus gestos: su abierta simpatía hacia los hermanos Castro; su apoyo a la línea de Obama en el reciente viaje a los EEUU; el amistoso encuentro con Evo Morales, a principios de este mismo verano, del que salió con la hoz y el martillo impuesta en forma de orden al mérito "padre Luis Espinal"...
Y, más allá de los gestos, tenemos sus discursos, su ecoencíclica y otros textos, en los que no se percibe un discurso especialmente religioso, pero sí especialmente político. Y de una muy determinada tendencia política. En su artículo "El papa Francisco y Planned Parenthood", Francisco José Contreras lo ha expresado breve y claramente:
En Evangelii Gaudium, en Laudato si' y en discursos como el de la asamblea de movimientos populares en Bolivia, el Papa ha desarrollado una argumentación marxistoide que suscitó comprensiblemente el entusiasmo de Pablo Iglesias.
Ahora bien, tal vez subsista alguna duda al respecto. Y, de hecho, ante la inquietud, ya difícil de silenciar, generada por el carácter político, que no religioso, de este pontificado, el propio Papa declaró hace pocos días lo siguiente:
Creo que nunca dije nada que no esté en la Doctrina Social de la Iglesia. Las cosas se pueden explicar; quizás una explicación ha dado la impresión de ser un poquitito más izquierdosa, pero sería un error de explicación.
¿Hemos de concederle, pues, el beneficio de la duda, a pesar de la acumulación de gestos y declaraciones en una misma dirección?
Bien. Cabe hacerlo. Pero también se puede hacer algo mejor, que es plantear la prueba del nueve de una mentalidad genuinamente de izquierdas. Y esa prueba es la tendencia al despotismo disfrazado de participación y colegialidad.
Los que ya vamos teniendo una cierta edad aún recordamos las entrañables asambleas del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética. Aquellas asambleas de interminables discursos, y no menos interminables aplausos, que prestaban al régimen soviético una apariencia de estructura participativa. Sin embargo, dejando a un lado su innegable valor cosmético y folclórico, todo el mundo sabía que el resultado de las votaciones y los debates estaba ya de antemano decidido por el politburó del partido, que era el pequeño grupito en torno al déspota de turno. Ya fuera Lenin, Stalin o Breznev. La izquierda es así: despótica y liberticida por naturaleza, pero al mismo tiempo deseosa de dar una imagen de participación. Le gusta que la asamblea decida, pero que decida lo que le dicta el Gran Líder.
Pues bien, en el Vaticano acaba de comenzar no una asamblea de partido, ni mucho menos, sino un sínodo de obispos de la Iglesia católica. Dadas las diferencias esenciales entre ambos tipos de eventos, parecería fuera de lugar establecer paralelismos. Pero el caso es que hace pocos meses el papa Francisco declaraba que su objetivo era la "absoluta transparencia que edifica la auténtica sinodalidad y la verdadera colegialidad". Veamos ahora cómo se presenta la participativa realidad:
– Lo primero que encontramos es que la representación en el sínodo de las distintas voces existentes en la Iglesia ha sido claramente sesgada por medio de un desproporcionado número de padres sinodales de designación papal cuya adscripción ideológica es inequívoca.
– En segundo lugar, el documento sobre el que se desarrollarán las discusiones (el llamado instrumentum laboris) resulta, en puntos importantes, no menos sesgado. Y la dirección del sesgo coincide exactamente con la que se observa en los padres sinodales por designación papal. Esta maniobra ha sido tan burda, que ha merecido una declaración reprobatoria firmada por más de cincuenta teólogos y filósofos de entre los más destacados del mundo católico.
– En tercer lugar, las discusiones del sínodo tendrán lugar a puerta cerrada, sin luz ni taquígrafos. Eso sí, los periodistas que quieran informarse pueden acudir a las famosas ruedas de prensa de Federico Lombardi o del cardenal Lorenzo Baldisseri. Conferencias de prensa cuya relación con la verdad suele resultar difusa, confusa, y un sí es no es creativa.
– En cuarto lugar, la coordinación del sínodo y la redacción de la concluyente relatio synodi que se presentará al final han sido puestas en manos, una vez más, de personajes de la línea favorecida por el pontífice. Y la estructura de división del trabajo sinodal ha sido concebida de tal modo que favorece la extralimitación de coordinadores y redactores, por falta de controles suficientes.
Y, por si todo lo anterior aún no bastara, estos días hemos conocido que se encuentran reunidas, desde hace varias semanas, un grupo de unas treinta personas en torno al Papa, esbozando ya de antemano las disposiciones postsinodales. Sí. Las disposiciones que se supone que deberían adoptarse en función del transcurso de los debates y reuniones del sínodo.
Esta es la escena. Este es el espectáculo al que estamos asistiendo y vamos a asistir en las próximas semanas. ¿Recuerda a algo? Pues que cada uno saque las conclusiones que estime oportunas. Eso sí, en honor a la verdad, debo dejar constancia de una notable diferencia: el idioma del sínodo no será el ruso.
Francisco José Soler Gil, profesor titular de Historia del Pensamiento en la Universidad de Sevilla.