El 22 de noviembre de 1990 Margaret Thatcher vestía de azul, como el día que llegó a Downing Street, once años y medio atrás. Salió del número 10 y subió al coche para comunicarle a la Reina su renuncia y afrontar su última batalla parlamentaria. Había perdido frente a su partido, pero esa noche no tenía ninguna intención de hacerlo frente a la Cámara de los Comunes, donde tan agrios y memorables enfrentamientos había protagonizado. Atrás en el tiempo, quedaban decenas de discursos en los que la Dama de Hierro hizo historia. Por delante, algunas alocuciones reseñables con las que trató de defender su legado una vez dejó el cargo. Pero este sería el último como mujer más poderosa de Reino Unido.
"Hizo un popurrí de sus más famosos roles", dijo entonces Andrew Rawnsley en The Guardian: "The Green Nanny, la Finchley Fishwife, su Maggiestad, el ama de casa Superstar, la duquesa de Dulwich y Atila, el Huno". Y así fue. Margaret Tatcher revivió en ese último discurso la esencia misma del personaje que fue durante más de una década: directa y vigorosa, hizo gala de la incuestionable fortaleza de sus convicciones. Dio al Parlamento la última ración de Thatcher, recordando todos y cada uno de los motivos que habían llevado a venerarla o detestarla.
Comenzó con una ovación. Los mismos que habían forzado su caída esperaban expectantes ahora el último show de Maggie, que arrancó atizando fuerte a la oposición. "¿Cuáles son las verdaderas razones para presentar esta moción ante la Cámara?" preguntó a los parlamentarios, "No tienen alternativa política, solo un montón de desordenadas y opacas palabras", señaló. Thatcher rechazó que el motivo real fuera "una queja sobre la posición de Gran Bretaña en el mundo, que es merecidamente alta, sobre todo por nuestra contribución a acabar la guerra fría y difundir la democracia en la Europa del Este y la Unión Soviética".
No desaprovechó la oportunidad de recordar al laborismo que, a pesar de haber sido defenestrada en época de primarias en su partido, estas se celebraban "de acuerdo a normas que han sido de dominio público desde hace muchos años: un socio, un voto. Lo cual está muy lejos de la forma en que el Partido Laborista hace estas cosas, donde dos de cada cinco votos a favor de su líder son emitidos por los bloques sindicales, que tienen mucho más que decir en la elección de su líder que los propios miembros laboristas. Poca democracia hay ahí", remachó.
Thatcher ni quería ni podía olvidarse de sus bestias negras: el socialismo y los sindicatos. Fue su último alegato contra ellos. "Hace once años, rescatamos Gran Bretaña del lamentable estado en que el socialismo la había dejado", recalcó, "en la última década, hemos dado el poder a la gente, en una escala sin precedentes. Hemos devuelto el control a las personas sobre sus propias vidas, sobre sus medios de vida y sobre las decisiones de más importancia. Lo hemos hecho para frenar el poder monopólico de los sindicatos para controlar, incluso para victimizar, al trabajador individual".
Batalló con Martin Flannery, Dave Nellist, Simon Hughes, Alan Beith y Michael Carttis. Ninguno consiguió que la antigua 'hija del tendero' diera un paso atrás. El último de sus días como primera ministra defendió con el mismo fervor el liberalismo como lo hizo en el celebrado discurso de Brujas, volviendo a dejar claro que aunque se fuera, The lady’s not for turning (Esta señora se mantiene firme). "No, no, no", repitió.
Irónicamente, las últimas palabras de Thatcher en la Cámara de los Comunes las dedicó a uno de los asuntos más polémicos de su mandato: la Guerra de las Malvinas. "Dos veces en mi tiempo como primer ministro hemos tenido que enviar a nuestras Fuerzas Armadas para defender a un pequeño país de una agresión despiadada", recordó. "Para aquellos que nunca han tenido que tomar este tipo de decisiones, les digo que se toman con el corazón encogido y con el conocimiento de los múltiples peligros; pero con gran orgullo por la valentía y profesionalidad de nuestras Fuerzas Armadas. Uno no siente otra cosa. Es el sentido del destino de nuestro país: los siglos de historia y la experiencia garantizan que, cuando los principios tienen que ser defendidos, cuando el bien tiene que ser mantenido y el mal tiene que ser superado, el Reino Unido tomará las armas. Y es así porque, nosotros de este lado nunca hemos vacilado frente a las decisiones difíciles. Esta Cámara y este país pueden tener confianza en el este Gobierno", finalizó. Fue la última vez que habló ante la Cámara de los Comunes.
De Reino Unido se despediría días después, con traje rojo: "Gracias y adiós", dijo. Esta vez sí le tembló la voz.