Los nubarrones secesionistas amenazan con acentuar la profunda brecha que divide al país básicamente en dos mitades irreconciliables: la próspera Flandes del Norte y la deprimida Valonia del Sur, separadas entre sí por una frontera lingüística y económica, y envenenadas por viejos rencores históricos.
Pero la amenaza se cierne también, y de forma mucho más inminente, sobre el Ejecutivo federal, el mismo que, tras meses de ridículo internacional y de haber batido el récord de desgobierno, finalmente se puso en pie sin los ganadores de las elecciones de 2010. Precisamente ellos, los secesionistas de la Nueva Alianza Flamenca (NVA) que, pese a haber sido entonces los más votados se quedaron fuera del poder, son los que ahora, recién envalentonados tras su éxito, pretenden cuestionar la precaria estabilidad del Gobierno central.
"Hemos alcanzado el punto de no retorno en la historia", declaró el provocador líder de los flamencos Bart De Wever para celebrar horas después su victoria en Amberes, la segunda ciudad y capital económica del país, pidiendo una reforma confederal. Y es que la Bélgica que la NVA lleva años tratando de conquistar es un país en el que las regiones tengan todas las competencias, a excepción de unas pocas, como Defensa.
Aunque polémico y algo histriónico, la cara del secesionismo flamenco, Bart de Wever, no defiende la ruptura a través de una catarsis violenta, sino a base de fórmulas de sibilina naturalidad que apuntan hacia la descentralización como si se tratara de un camino inevitable. En resumen, el plan es, como defiende siempre De Wever, "adaptar el país a la realidad que ya existe".